viernes, 21 de octubre de 2011

Vencedores y vencidos


Justo ahora que se cumple el 50 aniversario de esa obra maestra de Stanley Kramer que es ¿Vencedores o vencidos? (Judgements at Nuremberg, 1961), no es mal momento para repasar la lección que nos muestra. La película describe con precisión y perspectiva el proceso en 1948 a cuatro dirigentes nazis acusados de apoyar, amparar y servir al Tercer Reich y sus políticas de esterilización y eugenesia desde su posición de jueces. La defensa que argumenta su abogado (Maximillian Schell) es en primera instancia que sus defendidos cumplieron la ley, mala o buena, pero la ley; luego intenta darle la vuelta a la causa colocando a los verdugos como víctimas de ese régimen que ellos no eligieron; y finalmente trata de compartir la culpa con todo el pueblo alemán, corresponsable del omnipotente poder de Hitler por acción, omisión o silencio. Trata, en fin, de que no haya vencedores ni vencidos, víctimas ni verdugos.
     Tres de los cuatro acusados se defienden con cobardía: «No somos verdugos, somos jueces», «Los demás lo sabían, nosotros no», y se justifican alegando la defensa de la Patria frente a sus enemigos (gitanos, judíos, inmigrantes…). El cuarto, el más respetado, el más temido, Ernst Janning (Burt Lancaster), reconoce su culpa como juez y parte de la barbarie y, por extensión, la de todos los alemanes. Reclama la verdad, aunque duela. «Si tiene que haber alguna salvación para Alemania, los que sabemos que somos culpables debemos admitirlo, sea cual fuere la pena y la humillación que nos cause».
     El fiscal militar norteamericano (Richard Widmark) acusa a los jueces de connivencia con el holocausto; ellos no dirigían personalmente los campos de concentración, ni tuvieron que azotar a sus víctimas o accionar el mecanismo que llevaba el gas a las cámaras, pero impusieron y ejecutaron leyes que enviaron a millones de víctimas a su destino; aplicaron leyes que sabían injustas y condenaron a miles de personas que sabían inocentes. Cuando el fiscal proyecta las atroces imágenes del campo de Busenbaum, el abogado defensor lo acusa de inmoral por presentar esas películas; lo grave, lo cruel, no es el hecho de la tortura y la muerte, sino su desagradable visión.
     Por su parte, el juez americano (Spencer Tracy), sereno, modesto y gran conocedor de la ley, trata de juzgar con objetividad. Tiene el papel más difícil, pues se ve sometido a todo tipo de presiones: los otros magistrados, que no comparten del todo su interpretación de la ley; la viuda de un alto mando nazi condenado a la horca (Marlene Dietrich), que antepone el honor militar de su marido a sus criminales actos; el senador que le insinúa la conveniencia de un juicio laxo, porque «nos hará falta el apoyo del pueblo alemán» frente a los comunistas; el propio general al mando, que se lo deja más claro aún: «no esperes conseguir la ayuda de los alemanes aplicando rigurosas condenas»; y el propio pueblo alemán, que trata desesperadamente de olvidar que hace sólo tres años era cómplice de aquellos crímenes y ahora necesita mirar «hacia adelante».

Finalmente, el viejo juez Haywood antepone el pleno sentido de la Justicia y de la Ley, con mayúsculas, a cualquier conveniencia política o relativismo moral. Lo que se juzga va mucho más allá de la actuación de esos cuatro criminales nazis, pues «quien realmente pide justicia es la Civilización», y la justicia dice que «cualquier persona que ayuda a otra a cometer un crimen, cualquier persona que provee a otro de los medios para cometer un crimen, cualquier persona que actúa de cómplice en un crimen es culpable». Lo que defendemos, pues, es «la justicia, la verdad y el respeto que merece el ser humano».
     Los cuatro acusados son declarados culpables y condenados a reclusión perpetua. Pero el juicio aún no ha terminado, queda la conclusión final. La película acaba con un demoledor mensaje: «Los juicios de Nuremberg finalizaron el 14 de julio de 1949. Noventa y nueve acusados fueron condenados a penas de prisión. Ninguno de ellos cumple condena en la actualidad». Al final, los vencidos se convierten en vencedores y los vencedores en vencidos. Y los millones de víctimas que reclamaban –y merecían- justicia, sólo obtuvieron “conveniencia política” a cambio de su sacrificio.

Lo que está sucediendo estas últimas semanas (aunque viene de largo) en España es algo similar a lo que narra la película, salvando distancias y cifras. Estamos tratando de olvidar un pasado repleto de víctimas (asesinados, mutilados, secuestrados, amenazados, extorsionados, huérfanos, viudas…) en aras de una presunta paz, que no es sino una conveniencia política. Estamos mirando hacia otro lado para no ver sus capuchas y su hacha ensangrentada. Estamos justificando la defensa de una “patria” inexistente por la que se han perdido muchas vidas inocentes. Estamos exculpando a criminales y cómplices al tiempo que condenamos al silencio a las víctimas. Estamos perdonando crímenes contra la civilización, contra la verdad, contra los derechos humanos. Estamos convirtiendo a los verdugos en víctimas y a las víctimas en escoria. Estamos diciendo a Miguel Ángel Blanco, a Joseba Pagaza, a Gregorio Ordóñez, a Ortega Lara, a Irene Villa y a miles de seres humanos más que su sacrificio fue en vano; que se lo podían haber ahorrado, porque ahora somos colegas de sus asesinos y que aplicándoles rigurosas condenas, aunque sea al amparo de la ley, nunca conseguiremos la paz. Estamos amparando una “resolución del conflicto sin vencedores ni vencidos”, en la que los asesinos vencen otra vez y vuelven a perder la justicia, la ley y la dignidad. Un precio demasiado alto para una sociedad cansada de pagar.

Y señores observadores internacionales de esta “conferencia de paz”: lo nuestro no tiene nada, pero nada que ver con Irlanda del Norte, y mucho menos con Sudáfrica; y tampoco es un “conflicto armado”. Se llama TERRORISMO. Puro y duro.

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