jueves, 24 de noviembre de 2011

"No es bueno que Dios esté solo", de Gonzalo Altozano: desmontando tópicos.

No corren buenos tiempos para hablar de Dios, especialmente si es para hablar bien. Ni siquiera entre los auto declarados creyentes, ni siquiera entre los católicos practicantes. Desconozco los motivos de esta reticencia generalizada; cada cual tendrá el suyo (yo mismo también): miedo al qué dirán, vergüenza, temor al encasillamiento, pereza, pudor, cobardía o simple falta de convicción. Y es que no está fácil la cosa y, claro, escasea la vocación de mártir. Habrá quien piense que el tema rebasa los límites de la intimidad, o que una conversación sobre Dios ha de ser necesariamente aburrida, pesada, trascendental o eterna.

Pues no. Éste es precisamente el primer tópico que desmonta Gonzalo Altozano con sus ciento una conversaciones sobre Dios con ciento una personas tan diferentes entre sí como diferente es su relación con Dios o su forma de hablar de Él (No es bueno que Dios esté solo, Ed. Ciudadela). Lo que consigue Altozano es, precisamente, que cada charla sea cualquier cosa menos trascendental. Las hay emotivas, divertidas, curiosas, impactantes, sorprendentes, deportivas, redentoras, entrañables, ejemplares, valientes; naturales, todas; y también todas interesantes, y amenas. Y absolutamente sinceras, a corazón abierto. Cada respuesta es casi una confesión –hecha de buen grado, claro- con total naturalidad, sin manierismos, sin trampas, sin complejos; sin intentos de quedar bien (el entrevistado) o de forzar lo que no se quiere mostrar (el entrevistador).

El segundo tópico que se desmorona al leer este libro es que hablar de Dios es cosa de teólogos, beatos, curas, meapilas, abuelas y nostálgicos del nacionalcatolicismo en general. Pues tampoco. A lo largo de sus 334 páginas han hablado de Dios gentes tan poco sospechosas como actrices, rockeros, jubilados, aventureros, modelos, escritoras, ateos, deportistas, ex presidiarios, presentadoras de TV, políticos, periodistas, raperas… y sí, un sacerdote o dos. Unos desde el convencimiento profundo, otros desde el agnosticismo, o desde el recuerdo de la infancia o desde la reciente conversión; y algunos desde una respetuosa distancia (que al final no es tanta). Pero todas y cada una de estas personas tienen algo interesante que contar y algo importante que aportar. Todas y cada una de estas conversaciones, dirigidas con maestría y sutileza por Gonzalo Altozano, nos revelan que, sencillamente, Dios puede ser un magnífico tema de conversación; y además doblemente enriquecedor: por lo que nos da a conocer de otras personas (en un grado de intimidad habitualmente inalcanzable) y lo que descubrimos en nosotros mismos. Interesante ¿verdad?

El tercer tópico que cae bajo el peso de estas ciento una entrevistas es que tiene que ser, sí o sí, una lectura mortalmente aburrida. Error. Altozano consigue extraer de cada personaje, de cada historia, de cada pregunta el dato más jugoso, la confesión inédita, el toque emotivo, el hecho curioso, la anécdota divertida, el punto vitalista, el comentario ingenioso. Y sin perder un ápice de la personalidad de cada uno. El resultado es una charla entre dos amigos, hablando animadamente, tranquilamente, de otro Amigo; recordando vivencias, anécdotas, discusiones, experiencias compartidas, cómo se conocieron o qué tal va su relación ahora. Se crea una complicidad entre los dos (entre los tres) de la que el lector también quiere formar parte. Así, comparte el momento en que Miguel Aranguren se topó con Dios en una playa de Mombasa, 20 años atrás; o los otros 20 que pasó Ángel Fana en una cárcel cubana y cómo acabó convirtiendo a más de un militar comunista hablándole de la Navidad y del Amor; descubre el valor de Marta Oriol y su alegría de vivir a pesar de haber perdido en un accidente a su marido, su hijo y el bebé que esperaba (“una pesada cruz, pero con fe se lleva de otra forma”); se une a la reivindicación de la presentadora Pilar Soto, que está “harta de que se metan con la Iglesia, de que esté bien visto hacer yoga pero no ir a misa”; se entera de que Alfredo Amestoy se confiesa devoto del “Niño Jesús”, y de que cada noche le reza el “Jesusito de mi vida”; admira a Carlota, que se siente mimada por Dios a pesar de que un árbol caído la dejó en silla de ruedas, hace muchos años (antes de casarse y tener tres preciosas hijas); se sorprende con la historia de Fabio de Miguel, alias McNamara en los 80, que pasó de compartir escenario con Almodóvar cantando “voy a ser mamá, voy a tener un bebé y le llamaré Lucifer” a ser un verdadero devoto de la Virgen: “buscaba la felicidad donde no estaba: en la droga, en el sexo, en la fama”. Ahora la ha encontrado en el rosario, en la misa, en la Comunión.

Hay otras muchas historias que compartir, como la de Pedro, mecánico de profesión y tan orgulloso de su fe como de su Atleti; o la de Javier Clemente, genio y figura, que reivindica una iglesia más peleona (“El Cristo que me gusta, mi Cristo, es el que entra a golpes en el templo y se queda solo”); o la increíble conversión de un hombre que iba a Cuba de turismo sexual y acabó, por casualidad, en un avión que lo llevó a los Balcanes, a Medjugorje. Descubrimos también a Paco, taxista y agnóstico hasta hace un año, que usa el taxi como púlpito y confesionario. Y a Juan de Dios Pizarro, jubilado, toda una vida trabajando en su mercería para sacar adelante a su familia, con un esfuerzo añadido: no tiene brazos ni piernas (“El sufrimiento nos hace mejores. La prueba es que el Señor cargó con su cruz”). Y a los actores de la serie “7 vidas”, Santi Rodríguez, ‘el Frutero’ (“Somos como los seguidores de del Atleti: orgullosos de nuestro club… pero callados”) y Amparo Baró, ‘Sole’, que defiende a muerte la labor social de la Iglesia y reza todas las noches un Ave María a la Virgen para que cuide a su madre, fallecida hace 20 años.

No es bueno que Dios esté solo es, en fin, un libro recomendable y necesario en estos tiempos de laicismo mal entendido, o de catolicismo mal vendido. Ameno, sorprendente, entretenido, fácil de leer... Y, sobre todo, muy interesante: por lo que nos cuenta, quiénes nos lo cuentan y cómo nos lo cuentan. Ya lo dijo Pablo VI: “El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los testigos que a los maestros”. Gonzalo Altozano lo sabe bien y, desde luego, no podía haber elegido mejores testigos.

Ya lo saben. Esta Navidad tienen la ocasión de hacer –y hacerse- el regalo perfecto. Bueno para el espíritu, apto para todos los públicos e infinitamente más barato que un ipad.




viernes, 18 de noviembre de 2011

Zapatero, ¿el Azote de Dios o el Zote de España?

En julio de 2007 el presidente José Luis Rodríguez Zapatero, alias Mister Paz, alias ZP, alias el iluminado de la Moncloa, alias muchas otras cosas, visitó el mausoleo del mahatma Gandhi en el bello barrio de Raj Ghat, en Nueva Delhi; dejó escritas en el libro de ilustres unas inspiradas palabras que quedaron para la historia:  “PAZ. Vivir en PAZ, la más grande utopía universal. Con emoción y admiración... a Ghandi. De España, un país en paz, un país para la paz”. Paz, paz, paz, paz, cuatro veces en una sola frase dejó escrita la palabra paz el presidente de la paz, siguiendo a pies juntillas aquella máxima que ya desde su discurso de investidura marcó la línea roja de lo que iba a suponer su gobernanza: un ansia infinita de paz, el amor al bien y el mejoramiento social de los humildes. Ni en esta sentencia, copyright de su señor abuelo (de uno de ellos; del otro, ginecólogo y no fusilado, sólo sabemos que ayudó a nacer a su ingrato nieto), ni en la bella dedicatoria a la memoria de Gandhi hay una sola verdad. Todo es hueco, todo es falso, todo es retórica sin sustancia, palabras vacías como un cántaro vacío, como la vacía cabeza de su autor. Como aquel gesto absurdo, tonto, infantil, inoportuno y ultrajante ante la bandera de un aliado, cuando aún estaba en la oposición; un significativo precedente.

Llegado el fin -¡al fin!- del zapaterismo, lo que ha dejado este mal aprendiz de Gandhi es todo menos un país en paz; y, desde luego, no un país donde hayan mejorado los humildes. A lo largo de dos legislaturas, que han parecido una despiadada eternidad, nos ha dejado no pocos logros: el enfrentamiento entre españoles en aras de la mentira histórica, la voladura del espíritu de la transición, la satanización antidemocrática de la derecha, el aborto como derecho inalienable, el despilfarro obsceno, la muerte (ya anunciada por Guerra) de Montesquieu, el desprestigio internacional (de liderar la Champions League a la cola de los PIGS), la falaz negociación con ETA y la vil traición a las víctimas, la chapucera y mentirosa gestión de la crisis, la institucionalización de la mediocridad al más alto nivel, la absurda e injusta paridad, el prohibicionismo, la puntilla a la educación, la costosísima y estéril alianza de civilizaciones, las guerras disfrazadas de misiones de paz, el laicismo fanático, la muerte de los valores y el advenimiento del relativismo moral, la permanente agresión a la familia, la indignación universal, el empobrecimiento general (salvo presuntas excepciones) y más de cinco millones de parados (“nuestra peor previsión de paro siempre será mejor que la mejor que tuvo el PP”, abril 2008).

No, Mister Paz no ha sido precisamente Gandhi sino más bien un Atila. Ha dejado tras de sí un país arrasado y desesperanzado. En lo económico, en lo moral, en lo social, en lo educativo, en lo judicial, en lo internacional, en lo institucional, en lo policial, en lo militar, en lo diplomático, en lo comercial… no creo que haya un solo estamento de la sociedad española que esté ahora mejor que hace siete años; ni uno. Ha pasado por la presidencia de España como Atila por Constantinopla; Atila, el Azote de Dios, que en sólo ocho años (¡qué coincidencia!) no dejó más que destrucción, desgracia y desolación. A su paso no crecía la hierba como al de Zapatero no han crecido los brotes verdes… ni de ningún otro color; salvo rojos, tal vez (por lo de números rojos, no me malinterpreten). Y, como Atila, ha dejado descompuesto su imperio, que en el caso del huno murió con él tras las luchas sucesorias de sus ambiciosos herederos, Elac, el heredero oficial, Dengizik y Ernakh (lo que vendrían a ser Rubalcaba, Chacón y Bono, un suponer, que ahora se devorarán los hunos a la huna mientras el otro anda supervisando nubes en su retiro forzoso).

Ocho años, ocho, soportando al iluminado y sufriendo sus iluminancias. Hay quien cree que le movía la maldad disfrazada de inopia; puede ser. Sin embargo uno se inclina más a pensar que lo suyo era simple y llanamente estupidez; tal como la definió el gran historiador económico Carlo María Cipolla en sus Leyes Fundamentales de la Estupidez (por cierto, unos años antes de la Era Zapatero): «El estúpido no sabe que es estúpido. Esto contribuye poderosamente a dar mayor fuerza, incidencia y eficacia a su acción devastadora (…) Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida y el trabajo, hacerte perder dinero, tiempo, buen humor, apetito, productividad, y todo esto sin malicia, sin remordimientos y sin razón. Estúpidamente». Y concluye: «La capacidad de hacer daño que tiene una persona estúpida depende de dos factores principales: del factor genético y del grado de poder o autoridad que ocupa en la sociedad». Digamos que un presidente de Gobierno, máxima autoridad de un Estado, tiene una capacidad infinita de hacer daño; si además lo hace con una sonrisa en los labios de la magnitud de la que nos ocupa, ustedes calculen.

En fin, no quiero extenderme más en este final del fracasado Zapatero (sí, amigo: has convertido en fracaso absolutamente todo lo que has tocado, como un Midas inverso), que para eso están los archivos de este Malecón. Simplemente colgar en sus cejas y en su sonrisa el cartelito de “The End” mientras suena, en plan Apocalypse Now, la deprimente canción de los Doors al tiempo que los helicópteros arrasan la selva con napalm. La fiel imagen de lo que este Atila de iluminado intelecto nos ha dejado después de ocho años en el trono. Sólo espero que el general Aecio que le venza el domingo en los campos Cataláunicos de las urnas sepa, quiera y pueda sacarnos de este agujero negro que no parece tener fondo.

Y mientras Atila se retira a su guarida de León, de rositas tras el desastre causado, yo me seguiré preguntando si ha sido el Azote de Dios o el Zote de España (y gran parte del extranjero). En cualquier caso, ambas se escriben con Z. Como ¡ADIOZ, HAZTA NUNCA! 

lunes, 14 de noviembre de 2011

¡Ay, Pepiño!

Ay, Pepiño, Pepiño
¿qué te pasa, rapaz,
que andas tan tristiño?
¿Qué te ha hecho, dime,
el corruto Jorgiño,
ese chulo engominao
que declara en chandaliño?
¿Te ha dejado al aire
tu blanquito culiño?
¿Ha cantado el muy felón
lo de los euriños?
¿Te ha vendido a la oposición
por lo de aquel asuntiño?
¿Qué te ha hecho, campeón;
qué te ha hecho, mi Pepiño?

Ay, Pepiño, Pepiño,
que me miras con desaliño,
¿onde están esos ojos
antaño tan graciosiños?
¿Onde está tu mirada
de astuto y osado topiño?
¿Onde está tu descaro,
tu verborrea de niño?
¿Do, tu regate dialetico
al estilo Robinho?
¿Y onde están tus colegas,
onde, tus amiguiños?
Aquellos que compartían
favores y pulpiño,
los mismos que te adoraban
cuando eras poderosiño
y ahora te menosprecian
como a un vulgar leprosiño.
¿Onde está su cariño,
su estima, su confianza?
Dime, ay, mi Pepiño
¿No te habrán desterrado
de su corazonciño?
Sólo de pensarlo
¡ay, me giño!

Ay, Pepiño, Pepiño,
Ya sólo te queda el favor
de Conde Pumpiño.
Porque lo que es Alfrediño,
sólo piensa en tirarte al Miño
con una urna de piedra
bien amarrada al tobiño,
después de arrancarte los ojos
y de comerte los carballiños.
Es lo que tiene el cohecho
y el arreglar asuntiños
a espaldas de la legalidad
y a la vista de os nostros ojiños;
que la poli no es tonta, carallo,
y saben oler los euriños
que no pasan por el banco
y apestan a cheque en ´Blanco´
más que un marrón en el calzonciño.

Ay, Pepiño, Pepiño,
héroe del atril,
estratega del aliño,
¡no llores nunca mais
que se me estremece el corpiño!
¡No sufras mais, carallo,
que se me encoje el rabiño!
¡Que vuelva a ti la alegría
entre ríos de albariño!
¡Olvídate del Dorribo,
del Orozco y del tu primiño!
¡Olvídate del Supremo
del juez y del banquiño;
olvídate del gasolineiro
y de los fríos barrotiños!

Ay, Pepiño, Pepiño,
que no puedo verte así,
¡que me estriño!
¿Cómo he de consolar
esos ojiños tristiños?
¿Hundiendo otro Prestige?
¿Comprándote otro chaletiño?
¿Conxurando a trasgos y meigas
para eliminar el corpiño
del delito monetario
que agarrote de los güeviños?

Ay, Pepiño, Pepiño,
¡cómo has podido pasar
de gran superministriño
a ser un Blanco perfeto
de las huestes de Marianiño.
¡Te han metido la gaita
por el mismísimo calzonciño!
¡Te han estampado el surtidor
en tu prominente fuciño!
Mas no medres, campeón,
que "O chegar o San Martiño,
mátase o porco
e bébese o viño".
(A cada cerdo le llega su San Martín
y su San Quintín a cada choriziño).
Ya no te queda carrera
ni para alcalde de tu puebliño;
y si has de acabar en el trullo
por tus presuntos asuntiños,
aprovecha para acabar
primero de Derechiño
¡que ya te vale, zagal!

Ay, Pepiño, Pepiño,
que apestas a gasoliña
¿Qué se siente al saborear
tu propia mediciña?

Ay, Pepiño, Pepiño,
Después de las eleciones
no vuelvas nunca mais;
húndete con tu Zapatiño
-¡vaya par, vive Dios!-
en las aguas de tu atiquiño,
en la piscina de tu chalé
o en el mismísimo Miño.
¡Adeus, Campeón
adeus corrutiño!

jueves, 3 de noviembre de 2011

Carta a Otegui de un exterrorista del IRA

Arnaldo (lo siento, no puedo considerarte "querido" ni "estimado"),

Tal vez yo no sea quién para decirte qué hacer o qué dejar de hacer en tu lucha armada y/o política; y probablemente no deba meterme en los asuntos de un pueblo que no es el mío (y cuyas historias nada tienen que ver entre sí; nada en absoluto); pero si de algo han de servir mi experiencia y mi lucha, primero como terrorista y luego contra el terror que yo mismo protagonicé, espero que sea para convencerte, a ti y a los tuyos, de que el único camino posible es el que yo seguí. El único, créeme.

Yo, como tú, fui un terrorista activo. A los 15 años entré en el IRA Provisional, cansado de convivir con tanquetas, barricadas y soldados británicos armados hasta los dientes (soldados, no policías; y de los más duros) en cada rincón de Free Derry; harto de sufrir el odio ancestral de los protestantes orangistas, de ver cómo agredían a nuestros niños, quemaban nuestras iglesias "papistas" o nos asesinaban en actos terroristas (sí, en el Ulster matábamos los dos bandos). Hemos sido un pueblo muy pobre, hambriento y humillado, desde siglos atrás (muy diferente al tuyo, siempre tan próspero y con un nivel de autonomía que a nosotros nos habría ahorrado muchos muertos ), y eso también marca, porque somos uno con nuestra historia. Mi vida se vio especialmente marcada el domingo 30 de enero de 1972, cuando me manifestaba por las calles de Free Derry, junto a otras 15.000 personas, a favor de los derechos civiles; vi al otro lado de las barricadas el regimiento de paracaidistas británicos que vigilaba que no traspasáramos la "frontera" de la zona protestante. Y vi también cómo empezaron a dispararnos indiscriminadamente y mataban a trece personas (seis de ellas de mi edad, 17 años) y herían de bala a otras treinta. ¿Tú has vivido una experiencia semejante, Arnaldo, con muertos a tiros; o en tu "guerra" el enemigo sólo lanza pelotas de goma?

Después de aquel Domingo Sangriento pensé "si me tienen que matar, que sea por algo importante, no por una protesta civil", así que me apunté voluntario a un sinfín de operaciones con explosivos y cartas bomba. No sé a cuántos ingleses maté; si es que maté alguno. Pero eso no importa, si el IRA mata y tú eres parte del IRA, cada muerte es tu responsabilidad. A los 18 años era el terrorista más buscado, y a los 20 fui detenido y condenado a 30 cadenas perpetuas. Mi primer día en prisión los guardias me sacaron de la celda a medianoche y me dieron una paliza: el IRA acababa de asesinar al padre de uno de los oficiales; fue la primera de muchas palizas; luego me negué a vestir el uniforme de una prisión inglesa, y estuve 14 meses en la celda de castigo (sí, allí los presos irlandeses no tienen privilegios, al contrario; muchos incluso han muerto en huelgas de hambre). Yo me creía fuerte, invencible, un auténtico guerrero de la libertad. Pero comencé a darle vueltas a todo: "Estamos destruyendo nuestro país, a familias enteras, provocando terror y dolor. ¿Qué sentido tiene?" Estaba orgulloso de haber atentado contra políticos y generales pero tenía dudas sobre el resto de mis víctimas. ¿Tú has llegado a sentir lo mismo alguna vez, Arnaldo?

Pedí consejo al sacerdote de la prisión (¡sí, somos católicos!) y me regaló una Biblia. Leí los Cuatro Evangelios de una sentada y empecé a pensar que todo era un error: la guerra, la violencia, las muertes. Comencé a escribir cartas a mis víctimas, multitud de cartas, y fui el primer terrorista del IRA que abogó por el cese de la violencia y la rendición. Los demás -mis compañeros y mis enemigos- pensaron que me había vuelto loco: ¿un terrorista irlandés pidiendo perdón? ¡Increíble! Tuve que luchar todo un año con el Gobierno británico y las autoridades de la prisión para que me permitieran enviar mis cartas y publicar mis llamamientos en la prensa. Empecé a buscar la verdad y a tomar conciencia de los derechos humanos (¿te suenan, Arnaldo?). Mi propia conciencia me condenaba por mis actos, después de una vida de violencia y terror. Llegué a la conclusión de que el terrorismo está en el interior de las personas, de cada uno de nosotros; y cada uno tenemos que reconocer nuestra culpa y pedir perdón desde dentro, desde nuestra conciencia, desde nuestro corazón.

Cumplí una dura condena de 14 años. Cuando salí, el 4 de septiembre de 1989, empecé a estudiar y escribí un libro, The Volunteer, sobre mis años en el IRA y pidiendo el fin de la lucha armada ("detén la guerra, la violencia es un error, pide perdón y entrégate"). No creo que lo hayas leído, Arnaldo, pero te lo recomiendo. Mis compañeros lo hicieron y poco a poco fueron tomando conciencia de que no hay libertad con violencia (¡libertad, qué bonita palabra!), hasta que finalmente dejamos la lucha armada y entregamos las armas, hace unos años. Hoy vivo en Dublín y trabajo ayudando a indigentes (te lo recomiendo también; es una gran lección) además de dar conferencias por todo el mundo contando mi historia.

Después de cinco años en el IRA y treinta pidiendo perdón, a mis víctimas y a mi país, aún no me he perdonado del todo; cada día siento la responsabilidad, la conciencia culpable de mi pasado. Pero mi experiencia puede hacer bien; por eso te escribo esta carta, a ti, a tu pueblo vasco y a todos los españoles. No te engañes, Arnaldo, tu victoria política hoy, si ETA no se disuelve definitivamente y deja las armas, sólo va a traer más amargura y dolor.

Sinceramente, yo creo que ningún gobierno debe negociar con terroristas, ni con el IRA ni con ETA. Cuando hayáis cambiado vuestra conciencia, vuestro corazón; cuando hayáis pedido perdón por la violencia y por las víctimas y destruyáis vuestras armas con testigos internacionales, entonces se podrá hablar del fin de ETA. No hay más terrorismo en España que el que hay en los corazones de los terroristas; las falsas ideologías (¡pero si habéis sido España desde hace siglos!) hacen que los jóvenes se conviertan en asesinos profesionales bajo el propósito de hacer un mundo mejor, pero la violencia siempre crea más injusticias que las que pretende curar. Los asesinos no son una parte de los políticos; sólo los que se arrepienten en conciencia y se dedican al servicio público, tal vez puedan llegar a serlo.

No sé qué intenciones te mueven a ti, Arnaldo. Si realmente promueves el fin del terrorismo o estás buscando poder para perpetuarlo. Yo sólo puedo decirte: escucha a tus víctimas, escucha su dolor, el daño irreparable que has ocasionado. Y, si aún te queda conciencia, pídeles perdón; entregad las armas y entregaos a la justicia. Éste es el único camino. Te lo dice alguien que encontró la salida.


Shane O´Doherty.






Nota: este artículo ha sido escrito a partir de una conferencia de Shane O´Doherty, a la que asistí hace unos meses, tomando sus palabras literalmente (salvo, obviamente, las que se refieren explícitamente a Arnaldo Otegui).