viernes, 16 de diciembre de 2011

Urmangarín y el círculo del 99

Había una vez un rey muy triste que tenía un paje que era muy feliz, siempre con una sonrisa en los labios y una actitud ante la vida alegre y serena. Tratando de descubrir el secreto de tanta felicidad, cierto día el rey le preguntó: «¿Por qué estás siempre alegre y feliz? ¿Eh? Por qué?» El paje le respondió: «Señor, no tengo razones para estar triste. Su majestad me honra permitiéndome atenderle. Tengo a mi esposa y a mis hijos viviendo en la casa que la corte me ha asignado. Nos visten y nos alimentan y, además, su majestad me premia de vez en cuando con algunas monedas para darnos algún capricho. ¿Cómo no voy a ser feliz?» El rey seguía sin explicarse el secreto del paje feliz, pues las razones que le había dado no le parecían suficientes para justificar su alegría.
Así que llamó al más sabio de sus consejeros y, tras explicarle el asunto, le preguntó: «¿Por qué es ese hombre feliz?» El consejero miró al rey y le dijo: «Tu paje es feliz porque está fuera del círculo». «¿Y qué círculo es ese?», le espetó el rey. «El círculo del 99; entrará en él sin darse cuenta y se convertirá en una persona infeliz. Y una vez dentro, ya no podrá salir» respondió con solemnidad el consejero, y añadió ante la extrañeza del rey: «Te lo mostraré con hechos: esta noche dejaremos ante la puerta de tu paje una bolsa con noventa y nueve monedas de oro, ni una más ni una menos, y una nota que diga “Este tesoro es premio por ser un buen hombre. Disfrútalo y no le digas a nadie que lo has encontrado”. Y después verás».
Cuando el sirviente halló la bolsa, entró en su casa y vació el contenido: ¡una montaña de monedas de oro! Y todas para él. Con los ojos brillantes por el reflejo del oro, empezó a hacer pilas de diez monedas. Pero cuando formó la última vio que era de ¡¡¡nueve monedas!!! Buscó la moneda que faltaba desesperadamente por toda la casa. «¡Me han robado!» gritó. Buscó y buscó, pero nada. Sobre la mesa, como burlándose de él, una montañita resplandeciente le recordaba que había 99 monedas de oro, "sólo 99". Pensó: «99 monedas es mucho dinero. Pero claro, no es un número completo como 100». El rey y su consejero, que observaban a través de la ventana, vieron que la cara del paje ya no era la misma: su ceño estaba fruncido, los ojos se le habían vuelto pequeños y arrugados y la boca mostraba un horrible rictus. Ya no era feliz.
El sirviente escondió entonces las monedas entre la leña y empezó a hacer cálculos, hablando solo. ¿Cuánto tiempo tendría que ahorrar para comprar su moneda número cien? No le importaba trabajar duro, porque con 100 monedas sería rico y podría dejar de trabajar. Calculó que en once o doce años ahorraría lo suficiente, pero doce años era mucho tiempo. Entonces pensó en trabajar también por las noches y pedir a su esposa que buscara también un trabajo. Siete años. ¡Demasiado tiempo también! Comerían menos y vendería algunas ropas… Pero tampoco. Estaba desesperado, no sabía qué hacer para conseguir esa moneda que completaría las cien y le haría un hombre rico. El rey y el sabio volvieron al palacio. El paje había entrado en el círculo del 99... Y ya nunca volvió a ser feliz.
No pasó mucho tiempo antes de que el rey lo despidiera. No era agradable tener un paje que estuviera siempre de mal humor.

El yerno del Rey de España lo tenía todo para ser un hombre feliz. Prestigio como deportista, buen porte, una esposa enamorada y unos hijos maravillosos, un magnífico palacio asignado por la corte, un ducado, ropas, alimentos, viajes (todo gratis), un trabajo solidario y, además, su majestad le premiaba con su afecto y algunas monedas para darse un capricho de vez en cuando. ¿Cómo no iba a ser feliz?
          Pero, por alguna razón, decidió que lo que tenía no era suficiente. Y quiso más. Mucho más. Y entró en el círculo del 99. Como el sirviente del cuento, hizo sus cálculos y decidió que para ser feliz tenía que conseguir su moneda de oro, como fuese. Y lo hizo. Pero luego decidió que cien no era suficiente, ni doscientas, ni mil, ni cien mil. Y utilizó todas sus habilidades e influencias para conseguir sus monedas. Su nombre, su firma, el nombre de su esposa, el poder de su título, las trampas legales, el miedo –o la ambición- de los políticos, la inocencia de los niños discapacitados. No se detenía ante nada. Ni siquiera disimulaba, porque se creía totalmente impune al castigo. Hasta que la justicia comenzó a cuestionar su impunidad, y el círculo empezó a cerrarse a su alrededor. Primero fue desterrado a Washington (un destierro de lujo, eso sí); pero no fue suficiente. La prensa lo denunció y los súbditos lo denostaron con justificada indignación. Entonces el rey lo repudió, el príncipe lo señaló, los políticos cómplices confesaron y hasta el Museo de Cera lo apartó de la Familia Real y lo relegó a su anterior empleo, vestido de chándal.
          No sabemos aún hasta dónde llega su delito, desde el punto de vista penal. Lo decidirá la Justicia (confiamos). Tampoco sabemos si la Casa del Rey ha tapado sus maniobras durante años, ni el grado de complicidad de su esposa (si la hay). Pero sí tenemos muy claro hasta dónde llega su comportamiento inmoral, su absoluta falta de ética como persona y su total irresponsabilidad como miembro de una institución, la Monarquía, a la que ha dañado profundamente. La codicia es mala, muy mala; peor si encima lo tienes todo. E infinitamente peor si esas monedas, además, se las estás robando a tus propios súbditos. Y no nos sobran, precisamente.





1 comentario:

Quartier Latin dijo...

¡Feliz Navidad! Y que los reyes (de Oriente, no los suegros de Iñaki) nos traigan mucho sentido del humor para afrontar el futuro (aunque ya no esté mr. Paz).