Mi amigo Javi lleva más de 30 años en esa esquina, y no es que sea viejo, Javi, aunque sus ojos dicen que sí; es que lleva en esa esquina desde que era un chaval. 30 años de inviernos lacerantes («¡qué frío hace hoy, jefe!» me dice, con su frágil anorak calado como papel de fumar), 30 años de veranos asfixiantes, de primaveras de tregua-trampa, de otoños tristes, apagados. Y Javi, ahí, al pie del semáforo, siempre amable, siempre alegre el tío, siempre agradecido, como si el que lo pasara mal fueras tú, ahí en tu coche, con la calefacción o el aire acondicionado a tope, que tienes que hacer el esfuerzo de abrir la ventana para darle un par de euros por los kleenex, que coges o no, porque si le dejas el paquete, mejor, que ya se lo colocará a otro, sin problema, oye, sin falsas ofensas a la dignidad… ni a la inteligencia. Y le ves ahí, cada día, semáforo a semáforo, después de dejar a tus hijos en el cole, bien peinaditos y prestos a aprender para labrarse un futuro mínimamente cierto, y piensas «¡Dios, qué suerte tenéis, hijos! ¡Y qué suerte tienes tú, Pepe; sobre todo tú!»
«Todos merecemos celebrar la Navidad» me dijo, con la sonrisa a media asta, como justificándose; o más bien reivindicando, sí, reivindicando su derecho a una noche buena al menos una vez al año. Desde luego, si alguien la merece ése es Javi. Y la tuvo, al fin, la Navidad pasada. Del Cielo le llegó un regalo inesperado pero maravilloso: Daniela, su niña. Un regalo para él y para Adela; y un ejemplo para esta sociedad enferma y egoísta, en la que la vida de un niño no nacido vale tan poco como un capricho adolescente. Ellos decidieron tirar para delante, desoyendo los consejos de los expertos, de los asistentes sociales, de los políticos e incluso del sentido común. Javi y Adela tuvieron a su niña hace un año, porque pensaron que toda vida merece ser vivida, y tenían (tienen) la esperanza de que la de su hija Daniela iba a ser mejor que la suya. Para empezar, abandonaron la heroína y el cutre refugio de cartones, plástico y luz ‘prestada’ del tendido eléctrico en el que habían pasado los últimos años de indigencia, y se instalaron en un humilde piso de alquiler, ayudados por la madre de Adela (una santa), por el párroco de ‘su’ esquina y por la caridad de sus clientes, que subieron automáticamente la cotización del paquete de kleenex y aportaron, además, la correspondiente contribución en especie (una cuna, ropita para la niña, una buena cesta de Navidad, un anorak contundente, pañales…). Esa Navidad, Javi y Adela celebraron la Nochebuena entre paredes de verdad por primera vez en años; y cenaron caliente, sobre una mesa de verdad, en familia; y durmieron en una cama de verdad, y a su lado, una cuna azul y una niña agradecida por haber nacido, les recordó que quien tiene un porqué para vivir puede enfrentarse a todos los cómos.