miércoles, 21 de julio de 2010

El Gran Carnaval de la Telecarroña


Años 50. Nuevo México. Chuck Tatum es un periodista de poca monta y menos escrúpulos que, tras quedarse sin trabajo en Nueva York, acaba, por un capricho del destino y de la gasolina, en un pueblo –un agujero- perdido en el desierto. Alburquerque se llama, el agujero. Allí alquila su pluma y su talento al diario local, en espera de alguna miserable noticia que reseñar. La suerte sonríe a Tatum cuando el indio Leo Mimosa queda atrapado en una mina. Rescatarlo puede ser cuestión de horas, pero Tatum se saca de la manga una jugada maestra y convence al ambicioso sheriff, al corrupto capataz del equipo de rescate y a la amargada esposa de Leo, Lorraine, de realizar el salvamento de forma que dure varios días y dé tiempo a convertirse en noticia, en "la Gran Historia", y en la gran exclusiva, claro. Un hombre atrapado entre la vida y la muerte en las entrañas de la roca; una esposa desconsolada esperando, impotente, a sus pies; unos hombres jugándose el tipo por rescatarlo; y un cronista que tiene acceso en exclusiva al condenado, que incluso se convierte en su único amigo, para contar la historia día a día, minuto a minuto, resuello a resuello.


La cosa funciona: el bar de Lorraine empieza a recibir visitantes curiosos, primero de la región, luego de todo el país. Llegan coches, caravanas, autobuses, trenes. Se montan tiendas de campaña junto a la mina, y después tiendas de souvenirs y puestos de comida y casetas de feria y atracciones y hasta una noria. Miles y miles de personas, de insensibles voyeurs de la tragedia de Leo, de espectadores sin corazón y sin cerebro, sin conciencia, expectantes ante el mínimo acontecimiento de esta historia "de interés humano". Y Tatum, el narrador, saboreando el éxito de la jugada. Pero su ambición no se detiene ahí, y además de jugar con la vida de Leo, se la juega también con su mujer. Todo por la noticia, por la gran historia.


Al final, claro, Leo muere ("¡El circo ha terminado! ¡Váyanse a sus casas!"). Y el público de este gran carnaval de miserias hace que lo siente, y se retira apesadumbrado, decepcionado, a la falsa y gris felicidad de sus hogares. Lorraine, la esposa, la viuda, ve abierta la puerta de su celda y escapa de su vida, de sus fantasmas, de su agujero. Y el desalmado Chuck Tatum, el periodista, el carroñero, acaba siendo devorado por el monstruo ambicioso y desalmado que él mismo ha creado. Y puede que por su propia conciencia.


"El Gran Carnaval" (Ace In The Hole, 1951) es una obra maestra, otra más, del genio Billy Wilder (y una de las más impactantes interpretaciones de un enorme Kirk Douglas). Su película más cáustica, más despiadada y más corrosiva. Y probablemente la más real. Por eso es también la única de sus obras que no triunfó, porque el espejo que colocó frente a la sociedad norteamericana de la época fue demasiado cruel y demasiado certero.


Y yo me pregunto: ¿no es éste, acaso, el mismo Gran Carnaval que transcurre, cada día y cada noche, por las pantallas panorámicas que presiden nuestros hogares, adormeciendo nuestras mentes y codificando nuestras conciencias? ¿No son esos presuntos periodistas de la víscera como Chuck Tatum, carroñeros de la noticia "de interés humano", que fabrican sus crónicas barrenando vidas? ¿No son esos pseudofamosos por un día, juguetes rotos y devorados por sus carroñeros, como el indio atrapado y sacrificado en la mina? ¿O como su amargada esposa, que no duda en venderse por unas monedas y unas promesas? ¿Y no son los espectadores de nuestro circo televisivo como esos miles de ciudadanos curiosos y ociosos, insaciables de morbo y sensacionalismo, indolentes ante al dolor ajeno?


¡Miren a su alrededor, damas y caballeros, niñas y niños! ¡Disfruten del Gran Carnaval! Revuélvanse las tripas con la carnaza del famoseo, con las vísceras de las familias rotas, con las princesas del pueblo y los exhibicionistas del vicio; con las vociferantes vendedoras de baratijas morales; con los calumniadores al peso, a tanto la onza de mentira; con los profesionales de la escandalera y el alboroto, nada gratuitos por cierto; con los tertulianos de la gresca y el insulto, del vocerío y la falsa disputa; con los charlatanes y los embaucadores, traficantes de miserias y de juguetes rotos que venden su alma al telediablo; con los cronistas de la farsa, moscas cojoneras con zoom o micrófono, siempre pegadas a la mugre, propia y ajena.


Miren a su alrededor y asquéense de las hipócritas condenas y las fingidas vergüenzas ("me avergüenzo de pertenecer a la misma cadena que Sálvame", dice la presentadora de Gran Hermano, después de enseñar las bragas), de los impostores de la fama y de la nada, del sexo como moneda de cambio (¿no es eso prostitución?), de muertos juzgados y condenados, de familias rotas vendidas como saldo, en pedacitos, a tanto el pedacito con lágrima, a tanto el pedacito con cuernos, a tanto el pedacito con sangre…


¡Miren a su alrededor, damas y caballeros, niñas y niños! Y reconozcan entre sus cercanos a los voyeurs del sensacional espectáculo, aplaudidores de la arcada, animadores de la burla, jueces implacables de la desdicha ajena, turba de la guillotina mediática, adictos incurables a la vida de los otros. Culpables de dar audiencia, subvención y justificación a este Gran Carnaval, a esta Feria de las Vanidades infame y cruel, a esta Ruleta Rusa de la denigración, voluntaria o involuntaria (qué más da, mientras suba la audiencia…). Todo por la noticia. Todo y más por la gran historia. Todo y más aún si hay exclusiva.


Alguien dijo que la gente está dispuesta a ver cualquier cosa en la televisión con tal de no verse a sí misma. Lo que no saben es que, en realidad, eso es precisamente lo que ven: su inequívoco reflejo. Como la sociedad norteamericana (y universal) de 1951 ante el espejo despiadado y palmario de Billy Wilder.


Y ahora, háganse un favor, desconecten la tdt, enciendan el dvd y pónganse una buena película. Les recomiendo El Gran Carnaval.

martes, 13 de julio de 2010

La tarjeta amarilla más bonita de la historia


Ante todo, disculparme por faltar a mi palabra. Sé que hace unas semanas prometí no volver a escribir de fútbol, aunque fuera para hablar mal. Incluso redacté un Manifiesto Antifutbolización (que no antifútbol, quede claro). Pero esto es más grande que el fútbol, más grande que el deporte y más grande, mucho más grande, que la mera afición (o fanatismo, según). Lo reconozco, me he dejado llevar, me he dejado vencer. Pero como repetía insistentemente el Vizconde de Valmont a Madame de Tourvel en Las Amistades Peligrosas, mientras la seducía cruelmente, «No puedo evitarlo».

Sin embargo, porque ya lo han hecho otros, hoy no quiero hablar de fútbol. No quiero hablar del casi infarto compartido en familia (padres, hermanos, cuñados, sobrinos, hijos y mujer) durante ciento veinte minutos, especialmente los últimos cuatro; ni quiero hablar del jogo bonito de la Selección Española frente el jogo feo de Holanda, del juego rastrero, de la patada a lo Karate Kid del guarro De Jong, de las 12 tarjetas, las 200 patadas y los gestos antideportivos, del antifútbol de esta Naranja Mecánica que se parecía más que nunca a la de Burguess/Kubrik y sus drugos ultraviolentos, puestos hasta los tacos de leche con velocet del bar lácteo.
No quiero hablar tampoco de las obviedades y tontunas que han soltado los políticos estos días, ni siquiera mencionaré el deseo del tontu Urkullu de que sólo quiere que gane la selección de Euskadi; o de la Pajín, asociando la victoria de España a la superación de la crisis; o del miedo de Carod Rovira a que se vieran en las fachadas catalanas más banderas españolas que senyeras (como así fue).

No. No quiero hablar tampoco de los cavernícolas de siempre, que apalearon o apuñalaron a los aficionados que vestían con orgullo la camiseta de su selección, en Barcelona, Pamplona, Bilbao, Vitoria y hasta en el Zarauz de mis amores y de este Malecón. No quiero hablar de la archimentada (aunque muy cierta) metáfora de la España Unida jamás será vencida, del qué grandes somos cuando olvidamos nuestras diferencias o de mira cómo asturianos, salmantinos, valencianos, catalanes, vascos, madrileños y demás podemos llegar adonde queramos en cuanto nos olvidamos de la política, esa cosa pringosa que todo lo contamina y pervierte. No quiero hablar de gestas tipo Breda o 2 de Mayo, ni de naranjas exprimidas y digeridas como vitamínico y refrescante zumo. Al enemigo, puente de plata.

No quiero hablar de Nadal, ese chaval que venía de ganar Wimbledon por segunda vez y de recuperar su número uno del mundo, y que animó a su selección como uno más, con su modestia, su naturalidad y su pintura rojigualda hasta las cejas; como Gasol, otro español grande. No quiero hablar del pulpo Paul, aunque haya dejado a Nostradamus a la altura de un alevín, ni siquiera como posible candidato para presidir el Tribunal Constitucional, a ver si así aciertan alguna vez (o aún más: ¿se imaginan que en las próximas elecciones sólo hubiera dos urnas, una del PSOE y otra del PP, con sendos mejillones en su interior, y que fuera el pulpo Paul quien decidiera el nuevo presidente del Gobierno? Nos ahorraríamos una pasta electoral y la necesidad de ir a votar con la nariz tapada).

No quiero hablar de la marea rojigualda que literalmente inundó el domingo de fiesta y orgullo patrio «¡yo soy español, español, español!» las calles de toda todita España, desde Canarias a Santander, desde Fuentealbilla a Santiago, desde Cádiz a Barcelona (más gente que en la mani del sábado hubo ayer en la avenida María Cristina). Ni quiero hablar de la gilipollez de Puyol y Xabi alardeando de senyera, suponemos que por consigna (¡ay, qué mala es la envidia nacionalista!), de una forma tan tonta, excluyente e injusta para sus compañeros españoles, para su entrenador español, para los miles de espectadores españoles que acudieron al Soccer City y para los millones de españoles que vibramos con el mejor equipo español de nuestra historia futbolera.

No quiero hablar de Del Bosque, ese grandísimo mister que es como el vecino de al lado, un tipo corriente, tranquilo, paciente, contenido, bonachón, educado, sabio, líder… pues eso, un tipo enorme. Ni quiero hablar de Iker y Sara, Casillas y Carbonero (¡qué injusto Mundial habéis soportado, chicos!), ni del beso incontenible, espontáneo y maravilloso que le plantó en los morros San Iker a su santa en mitad de la entrevista. Grande, Iker, grande. Y hablando de Iker, no quiero, tampoco, hablar de las lágrimas (dulces, memorables, históricas) del gran capitán de este gran equipo construido desde el trabajo, la honestidad, el tesón, el esfuerzo, la generosidad y la unidad; de este equipo antidivo, sin engreídos, sin estrellas, sin galácticos («yo no soy galáctico, soy de Móstoles»); de este equipo ejemplar donde todos son cracks, donde todos son uno, sin más.

Hoy, si me lo permiten, quiero hablar, más que de la gesta de la Selección, del gesto de Iniesta. De ese gol para la historia que el genio albaceteño dedicó a su amigo, el jugador del Español fallecido hace un año. De esa camiseta blanca que rezaba “Dani Jarque siempre con nostros”. De ese inconmensurable, generoso y ejemplar homenaje a la amistad: «nos ha dado fuerza a todos. Todavía no había podido hacerle un homenaje en el mundo del fútbol a Jarque y la ocasión es espectacular». Espectacular tú, Iniesta. Estoy convencido de que marcó ese golazo, con todas las ganas del mundo, para poder quitarse la camiseta y mostrar su homenaje. Aunque le valiera una tarjeta amarilla. La tarjeta más emocionante, generosa y bonita de la historia del fútbol. Una gran lección.

Pues eso, ¡que viva Iniesta! ¡Que viva el fútbol! ¡Que viva España!

miércoles, 7 de julio de 2010

El orgullo de Zerolo vs. el Orgullo de Nadal

¡Zerolo vive! ¡Lo sabía, lo sabía! ¡No podía haber desaparecido así por las buenas! El tío más ubicuo y omnipresente de la política española; ése que salía en todas (¡todas!) las fotos oficiales y oficiosas daba igual la compañía, el tema o la reivindicación (socialismo, lesbianismo, palestinismo, pacifismo, feminismo, antitaurinismo, laicismo, anticlericalismo o cualquier otro ismo); el personaje más fotogénico y marketiniano del mega fotogénico y marketiniano psoe, sí, sí, Zerolo el único, el inimitable, el inconmensurable, Zerolo el bello, Zerolo el Magnífico, Zerolo el Orgásmico... ¡HA VUELTO! No sabemos dónde ni con quién ha estado (suponemos que dándole al orgasmo democrático con su cónyuge A), pero ya está con nosotros y con nosotras. Y estamos todos y todas tan contentos y contentas que sus amigos y amigas le han organizado una fiesta. ¡Y vaya fiesta! Un fiestón, vamos. Todo un carnaval para él solito, con carrozas, disfraces, música, sexo, alegría por un tubo y más de un millón de amigos y amigas, de todas las edades (muchos niños, claro, que se vayan enterando de lo que es la libertad de elección antes de que se hagan mayores y puedan pensar y elegir por sí mismos). Un merecidísimo homenaje a tan insigne personaje y una alegría para nuestros ojos. Volver a ver esos bucles perfectos coronando esa sonrisa perfecta sobre ese cuerpo (suponemos) perfecto, de verdad, no tiene precio. Todo “por la igualdad trans”, que no sabemos si es trans de transgénica, de transiberiana, de transpirada, de transversal o simplemente de transmutada.

Allí estaban todos y todas rodeando a mi Zerolo, ¡millones, oiga! Aunque este año se han notado más las ausencias que las presencias: como la Bibi, que fue un visto y no visto, pues tenía otras conquistas sociales y constitucionales que celebrar, como el derecho a matar o así al hijo que es que no te viene nada bien en ese momento, la verdad; y tampoco se les vio el plumero (con perdón) a Méndez y su pareja de hechos Toxo, sindicalistas y residentes en Madrid, que otrora no se perdían ni una y este año debían andar perdidos por el metro, buscando la salida; ni a Pepiño, que antaño era un fijo en la pancarta y desde que es ministro con presupuesto prefiere la corbata a la fantasía; tampoco vimos a Llamazares, aunque con su menguada estatura (física) podía perfectamente estar detrás de la pancarta y no enterarnos; ni asomó la bombillita el ministro Sebastián, aunque seguro que le reservaban un sitito en alguna carroza multifestiva (a cambio de poner la cerveza, con los 100.000 euracos que le ha sacado a Intereconomía por reivindicar una normalidad no oficial); esta vez ni siquiera se apercibió, ni sobrio ni mamado hasta las cejas, al insigne Jorge Javier Vázquez, rey de la programación infantil, ni a sus elegantes divas y divos de su elegante tertulia; tampoco había gays, lesbianas, transgénicos, etc. del innoble pueblo de Israel, asesinos, genocidas y homófobos como el que más; ni había, un suponer, colectivos islamistas, que la movida ésta homorgullosa no es que les vuelva locos o locas, la verdad (creo que, allí, más que en carrozas los llevan en grúas); ni tampoco se vieron muchos vecinos de Chueca, que habían tenido que exiliarse “voluntariamente” a casas de familiares o amigos porque su barrio se había convertido en un basurero literal y metafórico durante una larguísima semana, llena de noches y de días. Ni se vieron, por aclarar, miles de homosexuales serios y serias a los que sencillamente no les va la cosa ésta del Orgullo Multicolor, Multirruidoso, Multiorgásmico, Multicultural y Multitrans.

En fin, lo importante es que Zerolo sí estaba y que se le veía feliz al muchacho, ahí, cortejando maromos trans, y que el más de un millón de amigos, amigas y transloquesean se lo pasaron de rechupete entre visibilidades lésbicas, cuerpazos gays y orgasmos democráticos. Una fiesta de la que, con toda la razón, Zerolo se tenía que sentir orgullosísimo. ¡A ver quién la supera el día de su cumple! (si es que este chico cumple años).

Yo, que no estuve en la fiesta, no sentí el orgullo de Zerolo. Ni por él ni por todos sus compañeros y compañeras, aunque fueran un millón, o una millona que diría la otra. ¡Qué le vamos a hacer! Soy así de rarito (no se crean, me encanta ser así de rarito). Pero este fin de semana sí he tenido mi ración de orgullo. Me sentí orgulloso del gran Rafa Nadal, de esa bestia del tenis que ayer logró otro gran triunfo en su carrera imparable. Me sentí orgulloso de su hazaña, repetida dos años después en la hierba de Wimbledon (tras un año de lesiones y una recuperación espectacular); me sentí orgulloso de su fuerza, de su tesón, de su entrega, de su profesionalidad, de su espíritu de sacrificio y superación; me sentí orgulloso de su deportividad y de su humildad, y hasta de su volterera. Eché en falta, eso sí, su informalísimo abrazo al Príncipe de 2008, bandera española en mano, para “agradecerle como español su apoyo”; lo eché en falta porque el Príncipe no estuvo en la pista central del All England Tennis Club, igual que Pepiño no estuvo en la pancarta de la Cabalgata Guay. ¡Lástimas, ambas!

Lo reconozco, sí. Yo, que soy así de raro, me sentí orgulloso como español y como persona de Rafa Nadal, porque representa muchos de esos valores que nos quieren hacer olvidar e incluso arrebatar (esfuerzo, deportividad, agradecimiento, modestia, respeto, sano patriotismo) en esta Ezpaña cada día más perdida en orgullos sobredimensionados, talk shows abrasivos, buenismos tontos, famas vacuas, libertades engañosas y relativismos absolutos en la que nos están intentando sumergir Mister Paz, Zerolo, Bibiana y demás miembros y miembras del Colectivo ZP. Así que, ¡gracias Nadal! Ojalá tu ejemplo tenga más fuerza que el de Zerolo. Y ojalá nos hagas sentir orgullosos de ser españoles muchas veces más.