viernes, 21 de enero de 2011

Bienaventurados los progres porque todo les será perdonado.


Los últimos acontecimientos ocurridos en esta alegre España de finales (?) de la Era Z, son tan sintomáticos como esclarecedores: la brutal agresión al concejal de cultura del PP murciano al grito de “sobrinísimo, hijo de puta”, de la que él parece ser el único culpable (por crispador y por facha); la matanza de Tucson, de la que parece ser culpable el Tea Party, siguiendo una lógica directamente opuesta al caso de Murcia; el feroz acoso sindicalista y pseudoterrorista a todo lo que se mueva tras la delgada línea roja; la vuelta de la censura en los medios de comunicación, con la excusa de las buenas maneras y tal, pero con la intención verdadera de clausurar (¿eliminar?) la libertad de información (Intereconomía, básicamente); la astracanada del pinganillo y la demonización multilingüe del que ose criticar la cosa; la prohibición de hablar bien de Israel en la tele, aunque sea en un programa turístico como “Españoles por el Mundo”; la dictadura del antitabaquismo y el atifeísmo; la doble vara de medir en las corruptelas políticas (léase Torrejón, Benidorm, Andalucía, Castilla-La Mancha…) y etcétera, etcétera, etcétera. La conclusión es, a bote pronto, la de siempre: que los progres son los buenos y los no progres son los malos. Punto.

Y la verdad, visto lo visto, es que a veces a uno le dan ganas de hacerse progre. No sé, tienen una especie de no sé qué, como un halo de bondad celestial e impunidad terrenal que da verdadera envidia malsana. Y si no me creen, les invito a leer lo que significa ser progre y luego díganme si no les entran ganas de progretizarse:

1. El progre siempre está en posesión de la verdad absoluta. Si no piensas como él, no eres de los suyos. Y eso significa que eres un reaccionario, un facha, un ultraderechista, un fascista, un esbirro del imperialismo yanqui, un tonto de los cojones, un hijo de puta, un asesino y un cerdo capitalista, aunque no llegues ni a mediados de mes. Ya lo anunció Borges: “Hay comunistas que sostienen que ser anticomunista es ser fascista. Esto es tan incomprensible como decir que no ser católico es ser mormón.”
2. El progre odia el capitalismo, pero ama el dinero. Persigue la guita hasta la extenuación y se niega a reconocerlo también hasta la extenuación. Y si se lo haces notar te llamará cerdo capitalista, facha, etcétera hasta la extenuación. Lo reconoció el mismísimo Víctor Manuel: “Yo soy comunista, no gilipollas”.
3. El progre padece una afección psicológica bipolar relativista-absolutista: por un lado el relativismo moral, intelectual y ético y por otro el absolutismo político. En cristiano: sólo ellos tienen derecho a gobernar y todo vale para perpetuerse en el poder.
4. La culpa siempre es del otro. Entendiendo por el otro a burgueses, católicos, yanquis, periodistas no adscritos, empresarios, judíos, oposición… Da igual que lleven 10 años gobernando o 100 asesinando, un progre nunca puede ser culpable de nada malo.
5. Atracción total por el totalitarismo. De izquierdas, claro. O islamista. O sea, las dictaduras socialistas y las teocracias fundamentalistas. En definitiva, cualquier sistema de gobierno que destruya la sociedad occidental… en la que ellos viven. Y muy bien, por cierto.
6. El progre lo politiza todo. Todo. Una ideologización permanente y generalizada que contagia todo lo que toca: el deporte, el cine, la ciencia, la cultura, la información, el ocio, la moda, la solidaridad, la tecnología, las creencias, la justicia, las costumbres, la educación, la biología, la naturaleza, la comida, el tabaco. Es su arma favorita para llevar cada aspecto de nuestras vidas a su terreno y apropiarse de la razón absoluta a base de demagogia a discreción. Y funciona.
7. El progre es paternalista por naturaleza. O sea, le mueve un crónico complejo de superioridad que le empuja a dirigir las vidas de los demás en todos los ámbitos: sexo, educación, familia, solidaridad, alimentación, conducción, hábitos, cultura, cine, idioma, aficiones… Se cree con derecho a decidir qué es lo mejor para nosotros. Y, lo peor, se cree que nos hace un favor.
8. El progre está tan megaconcienciado con los males que aquejan a la sociedad y al planeta que si no te megaconciencias a su nivel, eres culpable de esos males y de muchos más. Aunque tú, en la práctica, hagas lo que ellos sólo hacen de boquilla. Es decir, tú eres malo hagas lo que hagas y ellos son buenos aunque no muevan un dedo.
9. “Haz lo que yo digo, no lo que yo hago”. Es el principal síntoma del mal genético que padecen casi la totalidad de los progres, sin posibilidad aparente de cura: la Hipogresía. Una afección endémica que crece en progresión aritmética, geométrica y astronómica; cuanto más progre, más hipogresía emana.
10. El progre es ecologista, pacifista, feminista, jovenalista, aliancista, antiglobalista, protercermundista, gaylista y todo lo que haya en la lista. Es paritario, solidario, dialogante, demócrata de toda la vida, cultísimo, moderno y tiene un gusto impecable. Lucha por la paz universal, la fraternidad planetaria y el mejoramiento social de los humildes. Es alegre y simpático, carismático y romántico. En una palabra, es guai. O eso dice, claro.

Conclusión: Estos 10 puntos se pueden resumir en dos. Punto uno: el progre siempre tiene razón. Punto dos: en caso de que no la tenga, se aplicará el punto uno.

Y es que todo (repito, todo) vale en nombre de la Progresía, santa palabra. Aunque el progreso vaya hacia atrás. Si el progre mata, roba, destruye, miente, insulta, manipula, corrompe, prohíbe o castiga es siempre por una buena causa: la suya. Pues eso, bienaventurados los progres porque todo les será perdonado.

miércoles, 12 de enero de 2011

Eliminar a Zapatero

La noticia con la que me topé hace unos días es en verdad llamativa: “científicos holandeses desarrollan píldoras para olvidar traumas”. El primer efecto al leer el titular fue, paradójicamente, acordarme de alguien cuyo segundo apellido empieza por Z, un trauma difícil de olvidar porque no sólo forma parte de nuestro pasado reciente, sino de nuestro presente continuo y, lo que es peor, de nuestro futuro más bien imperfecto. En seguida, mis pensamientos se trasladaron a la mente del susobicho… perdón, del susodicho… y pensé que si nuestro presidente conociese la existencia de la píldora milagrosa, encargaba ipso facto a su ministra de insanidad que comprara un lote de unos 50 millones de dosis, que la propia doctora Pajín administraría a cada españolito/a “por sus cojones” (no lo digo yo, lo dijo ella). Y trauma solucionado, oiga. La gente se olvidaría de la crisis, y del último chiste de ETA y del Trichet, y de la Merkel, y de Grecia, y del Moody’s ese, y de los Standars y los Poors y, de paso, de los 5 millones de nuevos pobres, que no es que no tengan trabajo, sino que prefieren dedicar su tiempo libre a conocer gente en las colas del INEM o hacer vida social en los comedores sociales de Cáritas (¡y gracias a Dios que aún nos queda Cáritas). Buen comienzo del año electoral, ¿a que sí?


Luego, ahondando en la noticia, descubrí que la pildorita en cuestión iba de bloquear la recreación de situaciones traumáticas y otros eventos estresantes. O sea, que si usted sufre alguna fobia de la infancia, se quiere olvidar de su cuñado plomazo o simplemente no soporta acordarse de que hoy es lunes, pues se toma la pastillita y todo borrado. ¡Zas! De un plumazo. ¿Se imaginan? Pues olvídenlo, al menos por ahora, porque su efecto se encuentra limitado a episodios traumáticos graves, y no se borrarían de la memoria sino que se amortiguaría su efecto. Y además, está reservado a pacientes psiquiátricos (claro que en estos tiempos revueltos y traumáticos todos somos carne –o mente, mejor dicho- de psiquaitra, y ciertos beta-bloqueantes se recetan casi como aspirinas).

Y recordando, recordando, recordé un antiguo capítulo de esa genialidad del humor inteligente y políticamente incorrecto que es Boston Legal, que trataba también el mismo tema: una adolescente que había sido violada reclamaba su derecho a utilizar Propanolol para borrar el traumático episodio de su mente; su madre le negaba ese supuesto derecho argumentando que olvidar no es la solución, que los traumas hay que superarlos porque son las buenas y malas experiencias las que forjan nuestra personalidad, nuestro carácter, nuestra vida. El caso es que si recurrimos a los beta-bloqueantes o a las benzodiazepinas (que hoy sí se comercializan, aunque de forma controlada), con todo su potencial hipnótico, somnífero y amnésico, acabaríamos aún más dependientes de los fármacos y, lo que es peor, más dependientes de los gobiernos. Más felices, tal vez; pero mucho más borregos. Al más puro estilo Huxley y sus felizmente somatizados personajes.

Sinceramente, sería muy tentador tomar la pildorita y olvidar estos traumáticos 7 años de la Era Z. O mejor aún, borrar automáticamente al iluminado de la Moncloa y todo su legado con el teclado del ordenador: ‘Ctrl Z’ y fuera de nuestras mentes para siempre jamás. ‘Ctrl Z’ y fuera la desmemoria histórica. ‘Ctrl Z’ y fuera la ley-derecho del aborto. ‘Ctrl Z’ y fuera la Alianza de Civilizaciones. ‘Ctrl Z’ y fuera las relaciones con Chavez, Castro Bros., Mohamed, Gadafi y demás pájaros. ‘Ctrl Z’ y fuera la negociación que sacó a ETA del hoyo. ‘Ctrl Z’ y fuera la desconfianza (y el pitorreo) internacional. ‘Ctrl Z’ y fuera la juventud perdida, los estatutos excluyentes, el guerracivilismo, la cruzada laicista, el prohibicionismo empedernido. ‘Ctrl Z’ y fuera Bibiana, Pajín, Pepiño, Salgado, Maleni, Moratinos, Sinde, Bono, ¡Rubalcaba! ¿Se imaginan? ¡Qué felicidad! ¡Qué tranquilidad! ¡Qué PAZ! 

Sería una solución eficaz e indolora, ciertamente. Pero peligrosa. Porque borrar la memoria sería borrar la historia, y los pensamientos y las emociones y la perspectiva; sería eliminar nuestra capacidad de juicio, nuestra aptitud para aprender de los errores, nuestra libertad para acertar o equivocarnos; sería olvidar lecciones esenciales que nos hacen madurar, que nos permiten evolucionar como individuos, que nos permiten mirar al futuro. Eso es precisamente lo que quiere el socialismo: que olvidemos nuestra historia para vendernos la suya; que perdamos la capacidad de juicio, que vivamos sólo el presente, que dejemos de ser individuos para integrarnos en la masa, mucho más manejable, mucho más moldeable. “Vosotros sed felices, no sufráis, no os preocupéis, no penséis, no recordéis. Ya pienso y recuerdo yo por vosotros”.

¡Pues no! Me niego a olvidar. Me niego a borrar de mi memoria todo lo que ha supuesto este nefasto presidente para la reciente historia de España, para nuestras vidas, para nuestro futuro. Me niego a bloquear los traumas de millones de personas que han perdido algo más importante que la memoria: la dignidad. Me niego a eliminar los nefastos recuerdos que me ha provocado este especímen de mesías de salón, esta marioneta de sonrisa perenne y cerebro de Mr Bean. ¡No, no y no! El pueblo que olvida su historia está condenado a repetirla. Pues ya hemos repetido, dos legislaturas. Me niego a tripitir, con Z o sin Z. Nunca nadie había hecho tanto mal en tan poco tiempo. Y eso no se puede olvidar.

Aunque, me temo, hasta el 2012 el último consuelo que nos queda es poder “elminar a Zapatero”… en el ordenador. Sólo tiene que seguir estos 3 pasos: 1. Cree un fichero y guárdelo con el nombre “a Zapatero”; 2. Arrástrelo a la ‘Papelera de reciclaje’ y haga clic en ‘Vaciar papelera’; 3. Cuando aparezca el mensaje “¿Desea eliminar ‘a Zapatero’?” responda “Sí”. En realidad, no servirá de mucho, pero le alegrará el día.

domingo, 9 de enero de 2011

Acusica barrabás, en el infierno te verás

Pues ahora resulta que todos los españolitos, todos, somos Comisarios de Policía Secreta en potencia, al más puro estilo RDA y similares. El Nuevo Régimen iniciado por el Generalísimo Zapatero y presumiblemente continuado (¿y eternizado?) por el Vicepresidentísimo Rubalcaba, Ministro de Escuchas y Asuntos Oscuros, ya ha conseguido meterse en nuestras camas, en nuestras neveras, en nuestras televisiones, en nuestras aulas, en nuestros cines, en nuestros coches, en nuestras cuentas, en nuestras iglesias, en nuestros muertos, en nuestros ginecólogos, en nuestros árboles genealógicos, en nuestros trabajos, en nuestras creencias, en nuestra memoria, en nuestros placeres, en nuestras intimidades, en nuestras conciencias… Ahora, aprovechando ese nuevo ramalazo de totalitarismo que han venido a llamar "Ley Antitabaco" (más bien ley anti fumador, pues el tabaco se vende hoy de 15.000 maneras más que ayer), pretenden que nos convirtamos, por amor al Estado, en aquello que desde pequeños nos enseñaron a repudiar: en delatores, en soplones, en chivatos, en asquerosos acusicas. "Acusica barrabás, en el infierno te verás, comiendo pan y cebolla, y nosotros en la gloria". Por supuesto, en la gloria los que se quedan son el Generalísimo decadente, el Vicepresidentísimo ascendente, la Pajinísima ministra de insanidad, el individuo ése de la FACUA (que debe ser algo así como Factoría de Chivatos Unidos Anónimos) y todos los demás gerifaltes y chupópteros del Nuevo Régimen, que no son pocos.

Los hosteleros, desde luego, no; ni los camareros, que por conservar la salud a lo peor pierden el pan; ni los fumadores, marcados con la cruz del repudio social; ni los no fumadores, aunque crean que sí, pues las libertades aniquiladas de otros hoy, mañana pueden ser las suyas; ni los policías, que aún no saben cómo actuar ante la avalancha de denuncias que les van a caer encima; ni los vecinos en general, pues ahora a las puertas de bares y discotecas se va a montar el "pitillón" durante toda la noche…

Pero si la aplicación de la ley va a tener consecuencias funestas para unos y otros, lo de la delación por decreto va a ser la guerra. Una más. Otra vez la división entre buenos y malos, entre respetables y apestados, entre acusicas y acusados. Divide y vencerás, dicen. Con todos peleados, tienen más fácil desviar atenciones. Como en "La cortina de humo" esa divertida ironía protagonizada por Robert de Niro y Dustin Hoffman en la que los asesores del presidente se inventaban una guerra contra el terrorismo albanés para ocultar un lío de faldas con una becaria. Aquí, en vez de guerra al albanés, guerra al fumador; y en vez de becaria, parados. Cinco millones, o así.

Pues si quieren acusicas, acusemos. Puestos a chivarse, chivémonos. Para empezar, del chivatazo del Faisán, que continúa en el limbo de la justicia per secula seculorum. Delatemos las subvenciones millonarias que siguen recibiendo los chupópteros de turno, mientras el resto nos vamos quedando sin agujeros en el cinturón. Acusemos los privilegios de los asesinos de ETA, que en cuestión de días serán de nuevo bendecidos como hombres de paz; acusemos las leyes totalitarias, los estados de alarma inconstitucionales, los golpes de estado a decretazo limpio, la cruzada laicista, la crispación tendenciosa, las mentiras continuadas sobre la crisis, la falta de preparación de nuestros dirigentes, el faraónico despilfarro autonómico, la miseria moral, la corrupción incesante… Acusemos a los que están convirtiendo España en un estado sin libertades, en un solar dividido, en una familia rota en la que los cónyuges (no cónyugues, señora Ministra) se acusan, se odian y se matan mutuamente desoyendo el llanto de sus hijos, que son los santos inocentes que siempre se llevan la peor parte de cada uno.

En fin, que si quieren convertirnos en acusicas, seamos más acusicas que nadie; pero no contra el vecino. Unámonos todos para acusar al gobierno, a los sindicatos, a los facuas, a los partidos, a las autonomías, a los corruptos, a los asesinos, a los mentirosos. Acusémosles y condenémosles. Al destierro. O al infierno. "Acusica barrabás, en el infierno te verás, comiendo pan y cebolla, y nosotros en la gloria". Fumándonos un puro.

martes, 4 de enero de 2011

Cine en 3 Dimensiones... hacia dentro

El cine en 3D no es nuevo. Ya en 1953 André de Toth realizó una fantástica adaptación del realto de Charles Belder “Los crímenes del Museo de Cera”, todo un clásico del género de terror, que fue rodado para ser exhibido en sistemas 3D. Lo de menos, en realidad, eran los detallitos tridimensionales para acentuar el efecto, tan triviales como la pelota de goma que el pregonero lanza al espectador o las bailarinas de la revista de variedades; lo importante era, como debe ser, el inquietante guión, las imágenes impactantes (sin necesidad de 3D) y la genial interpretación de Vincent Price, maestro del género. Incluso la presencia de un tal Charles Buchinsky, años después conocido por Charles Bronson.

    Hoy, a diferencia de “Los crímenes del Museo de Cera”, el 3D ya no se limita a unas escenas más o menos vistosas, sino que lo invade absolutamente todo, venga o no a cuento con el estilo de la película, su argumento o su público potencial; se ha convertido en una especie de plaga postmoderna irrenunciable, un mandato de obligado cumplimiento bajo pena de destierro de las salas comerciales. Ahora, o te pones las gafas de marras, o no ves la película. Punto. Y uno, que se resiste a contagiarse de tan innecesaria moda (y a pagar casi el doble por la tontería), va buscando salas donde se exhiban las mismas películas sin necesidad de parecer que las disfrutas más por llevar lupos tridimensionales, que es que te metes dentro, dicen, aunque de toda la vida no han hecho falta tantas dimensiones para meterte dentro de una película, sino un buen guión, unos buenos personajes, una buena dirección y unos buenos actores. Nada más. Y nada menos.

 

    La semana pasada vi dos películas absolutamente contrarias. Las dos eran en 3D. La diferencia esencial es que una era en 3D hacia fuera, o sea, superficial y prescindible; y la otra era en 3D hacia dentro, o sea, profunda, necesaria e inolvidable. Una era Avatar, que vi en DVD y por tanto sin el efecto tridimensional que la ha hecho famosa y megamillonaria; me pareció pobre, insustancial y poco original (cóctel en versión pitufa de Pocahontas, Matrix y Eragon, con un toque Al Gore); entretenida sin más. Vistosilla. “Pero es que tienes que verla en 3D, en el cine”, me dicen los fans de la cosa. “Si no, no vale nada” les faltó añadir. Y ese es, precisamente, el quid de la cuestión: si una película vale sólo por los efectos-trampa visuales, por el espectáculo de fuegos artificiales, por el efectismo carísimo, pues esa película vale para lo que vale, lo mismo que una hamburguesa De Luxe. Las buenas obras cinematográficas no necesitan 3D porque tienen vida interior; ni siquiera necesitan color, si me apuran (que se lo digan a Billy Wilder), porque tienen profundidad, personajes creíbles, historias, emociones, diálogos inmortales, trascendencia.

    Como la otra película que vi la semana pasada (no la busquen en salas de 3D, adelanto). “Cartas al padre Jacob”, se llama. Cuenta la historia de un cura de pueblo, viejo y ciego, que se mantiene vivo gracias a las cartas que le llegan de sus feligreses, reclamando su ayuda, su consejo y su oración; cartas que le lee (y luego contesta, una a una, según dictado del sacerdote) una presidiaria condenada por asesinato, Leila, a quien le ha sido encomendada esa función como condición para salir de la cárcel. Leila es dura y seca como una coz; odia su misión y no entiende al padre Jacob: ni su alegría incontenible al escuchar el timbre del cartero, ni su devoción por los problemas de los demás, ni su necesidad absoluta de sentirse útil. Ni su generosidad sin medida (llega a prestar todos sus ahorros a una feligresa en apuros, sin esperar su devolución). Las cartas son su vida y, como se demuestra a lo largo de la película, también la vida de muchos de los remitentes. Y de Leila, finalmente. “Cartas al padre Jacob” es una historia de redención, de soledad, de comprensión, de bondad, de fe en el ser humano. Una obra sencilla pero profunda, emotiva, llena de valores y de riquezas que van más allá de lo meramente visual. Plena, sin necesidad de artificios. Por eso llena. Y por eso hace pensar. Una película, en suma, que no necesita espectaculares efectos visuales, ni cientos de extras, ni acción trepidante. Porque con apenas tres actores, un par de escenarios y mucha honestidad te remueve por dentro como sólo pueden hacer las buenas obras.

 

Vayan a verla. Tal vez recuerden que la Navidad es, como el cine, mucho más que luces brillantes, oropeles y 3D.