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El cine en 3D no es nuevo. Ya en 1953 André de Toth realizó una fantástica adaptación del realto de Charles Belder “Los crímenes del Museo de Cera”, todo un clásico del género de terror, que fue rodado para ser exhibido en sistemas 3D. Lo de menos, en realidad, eran los detallitos tridimensionales para acentuar el efecto, tan triviales como la pelota de goma que el pregonero lanza al espectador o las bailarinas de la revista de variedades; lo importante era, como debe ser, el inquietante guión, las imágenes impactantes (sin necesidad de 3D) y la genial interpretación de Vincent Price, maestro del género. Incluso la presencia de un tal Charles Buchinsky, años después conocido por Charles Bronson.
Hoy, a diferencia de “Los crímenes del Museo de Cera”, el 3D ya no se limita a unas escenas más o menos vistosas, sino que lo invade absolutamente todo, venga o no a cuento con el estilo de la película, su argumento o su público potencial; se ha convertido en una especie de plaga postmoderna irrenunciable, un mandato de obligado cumplimiento bajo pena de destierro de las salas comerciales. Ahora, o te pones las gafas de marras, o no ves la película. Punto. Y uno, que se resiste a contagiarse de tan innecesaria moda (y a pagar casi el doble por la tontería), va buscando salas donde se exhiban las mismas películas sin necesidad de parecer que las disfrutas más por llevar lupos tridimensionales, que es que te metes dentro, dicen, aunque de toda la vida no han hecho falta tantas dimensiones para meterte dentro de una película, sino un buen guión, unos buenos personajes, una buena dirección y unos buenos actores. Nada más. Y nada menos.
La semana pasada vi dos películas absolutamente contrarias. Las dos eran en 3D. La diferencia esencial es que una era en 3D hacia fuera, o sea, superficial y prescindible; y la otra era en 3D hacia dentro, o sea, profunda, necesaria e inolvidable. Una era Avatar, que vi en DVD y por tanto sin el efecto tridimensional que la ha hecho famosa y megamillonaria; me pareció pobre, insustancial y poco original (cóctel en versión pitufa de Pocahontas, Matrix y Eragon, con un toque Al Gore); entretenida sin más. Vistosilla. “Pero es que tienes que verla en 3D, en el cine”, me dicen los fans de la cosa. “Si no, no vale nada” les faltó añadir. Y ese es, precisamente, el quid de la cuestión: si una película vale sólo por los efectos-trampa visuales, por el espectáculo de fuegos artificiales, por el efectismo carísimo, pues esa película vale para lo que vale, lo mismo que una hamburguesa De Luxe. Las buenas obras cinematográficas no necesitan 3D porque tienen vida interior; ni siquiera necesitan color, si me apuran (que se lo digan a Billy Wilder), porque tienen profundidad, personajes creíbles, historias, emociones, diálogos inmortales, trascendencia.
Como la otra película que vi la semana pasada (no la busquen en salas de 3D, adelanto). “Cartas al padre Jacob”, se llama. Cuenta la historia de un cura de pueblo, viejo y ciego, que se mantiene vivo gracias a las cartas que le llegan de sus feligreses, reclamando su ayuda, su consejo y su oración; cartas que le lee (y luego contesta, una a una, según dictado del sacerdote) una presidiaria condenada por asesinato, Leila, a quien le ha sido encomendada esa función como condición para salir de la cárcel. Leila es dura y seca como una coz; odia su misión y no entiende al padre Jacob: ni su alegría incontenible al escuchar el timbre del cartero, ni su devoción por los problemas de los demás, ni su necesidad absoluta de sentirse útil. Ni su generosidad sin medida (llega a prestar todos sus ahorros a una feligresa en apuros, sin esperar su devolución). Las cartas son su vida y, como se demuestra a lo largo de la película, también la vida de muchos de los remitentes. Y de Leila, finalmente. “Cartas al padre Jacob” es una historia de redención, de soledad, de comprensión, de bondad, de fe en el ser humano. Una obra sencilla pero profunda, emotiva, llena de valores y de riquezas que van más allá de lo meramente visual. Plena, sin necesidad de artificios. Por eso llena. Y por eso hace pensar. Una película, en suma, que no necesita espectaculares efectos visuales, ni cientos de extras, ni acción trepidante. Porque con apenas tres actores, un par de escenarios y mucha honestidad te remueve por dentro como sólo pueden hacer las buenas obras.
Vayan a verla. Tal vez recuerden que la Navidad es, como el cine, mucho más que luces brillantes, oropeles y 3D.
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