martes, 16 de agosto de 2011

Amy Winehouse, un bonito cadáver

"Vivir deprisa, morir joven y dejar un bonito cadáver" era la máxima aspiración del apolíneo delincuente Nick "Pretty Boy" Romano, en Llamad a cualquier puerta (1949, dirigida por Nicholas Ray y protagonizada por Humphrey Bogart); una frase, y una sentencia, que ha trascendido al tiempo y al cine inmortalizada, por cierto, por el actor John Derek, y no por James Dean como cree erróneamente el común de los mortales (tal vez porque Dean murió deprisa y joven, aunque probablemente no dejara un bonito cadáver tras el accidente automovilístico que lo convirtió en leyenda).

Esta sentencia, que cumplieron puntualmente bellos cadáveres como el propio James Dean (24), Sid Vicious (22), River Phoenix (23), Jimi Hendrix (27), Janis Joplin (27), Jim Morrison (27), Heath Ledger (28), Antonio Flores (33) o John Belushi (33, aunque no era tan joven ni tan hermoso, pero sí genuinamente genial), ha sido cumplida hace unos días por la última muñeca rota del star system, Amy Winehouse. Cada cual con sus variantes, todos padecieron y murieron de la misma enfermedad: exceso de vida. Unos se la bebieron, otros se la fumaron, o se la inyectaron o la esnifaron o todo a la vez; todos la tiraron directamente por el retrete en un injusto, egoísta, caprichoso, débil, irresponsable y suicida deambular por el lado oscuro; ellos, que lo tenían todo (el talento, el público, el dinero, la gloria), despreciaron y desperdiciaron su privilegiado escenario universal para hacerse y hacer el bien; dijeron ´sí´ al don que les fue concedido, pero ´no´ a la responsabilidad que conllevaba.

Se lo dijo su madre al niño Johnny Cash cuando le oyó cantar en los campos de algodón: "Hijo mío, tienes un don; pero ese don no es tuyo, sólo la responsabilidad de utilizarlo lo mejor que sepas". Y vaya si lo hizo. El gran Cash fue, por cierto, uno de los que prefirió desacelerar, cambiar de rumbo y dejar un cadáver arrugado pero feliz; y una vida absolutamente ejemplar, caídas incluidas.

Tal vez suene duro, pero no me entristece la muerte de Amy Winehouse. No, porque no me alegró su vida. Me pareció una vida vacía, egoísta, desagradecida y absurda. Injustamente desaprovechada. Y mal elegida. Sí, porque ella siempre tuvo la capacidad de elegir y siempre optó por la peor opción. Lo tenía todo y lo despreció todo: su música, su talento, su público, su responsabilidad… Por eso, cuando leo en los diarios las condolencias dedicadas a la efímera diva del soul, no puedo evitar pensar en la pequeña noticia que hay más abajo (un poco más abajo, más… más… ¡ahí!), casi una reseña, que nos habla de otras personas que mueren, a miles, y sin posibilidad alguna de elegir su suerte; ellas han tenido la desgracia de no nacer en Londres, sino en Darfur; y no han nacido con un don, sino con una cruel desgracia enquistada al cuerpo y al alma llamada hambruna; y no se han bebido la vida en vasos de vino, porque apenas tienen agua que beber.

Amy Winehouse ha decidido matarse a los 27 años, miles de niños somalíes mueren antes de cumplir los 3, sin capacidad de decisión alguna. Ellos, al contrario que Amy no mueren de exceso de vida, sólo de exceso de hambre. No mueren por vivir deprisa, y no hacen, ciertamente, un bonito cadáver.

Me contaba Javier Colomo, un donostiarra generoso y valiente que ayuda a mantener y financiar un colegio para disminuidos físicos y psíquicos en Kitgum, Uganda, que en esa paupérrima región no tienen preocupaciones, porque cuando tu única preocupación es encontrar comida para hoy, no puede existir ninguna otra. Eso, claro, no te asegura siquiera que comas hoy; de hecho, lo suelen hacer cada dos o tres días, los que tienen suerte. Sólo los alumnos del colegio comen todos los días, gracias a los donativos, a razón de 1,5 euros por mes y niño (www.nucbacd.org ). Los niños de Somalia, como los de Uganda o los de Etiopía o los del 90% de África, están muriendo cada día de exceso de miseria, y de exceso de fanatismo (islamista, en este caso), y de exceso de guerras, y de exceso de avaricia, y de exceso de inhumanidad, y de exceso de egoísmo del "primer mundo", que prefiere desviar la mirada, ensordecer sus oídos con el "no, no, no" de la malograda Amy y rascarse el bolsillo para ver cuánto le ha robado el último impuesto-capricho de su democrático estado.

Quizá, sólo quizá, el tintinear de las monedas les recuerde que con un poco de esa calderilla pueden salvar las vidas de muchos niños y adultos que no quieren vivir deprisa, ni morir jóvenes ni dejar bonitos cadáveres.

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