martes, 13 de julio de 2010

La tarjeta amarilla más bonita de la historia


Ante todo, disculparme por faltar a mi palabra. Sé que hace unas semanas prometí no volver a escribir de fútbol, aunque fuera para hablar mal. Incluso redacté un Manifiesto Antifutbolización (que no antifútbol, quede claro). Pero esto es más grande que el fútbol, más grande que el deporte y más grande, mucho más grande, que la mera afición (o fanatismo, según). Lo reconozco, me he dejado llevar, me he dejado vencer. Pero como repetía insistentemente el Vizconde de Valmont a Madame de Tourvel en Las Amistades Peligrosas, mientras la seducía cruelmente, «No puedo evitarlo».

Sin embargo, porque ya lo han hecho otros, hoy no quiero hablar de fútbol. No quiero hablar del casi infarto compartido en familia (padres, hermanos, cuñados, sobrinos, hijos y mujer) durante ciento veinte minutos, especialmente los últimos cuatro; ni quiero hablar del jogo bonito de la Selección Española frente el jogo feo de Holanda, del juego rastrero, de la patada a lo Karate Kid del guarro De Jong, de las 12 tarjetas, las 200 patadas y los gestos antideportivos, del antifútbol de esta Naranja Mecánica que se parecía más que nunca a la de Burguess/Kubrik y sus drugos ultraviolentos, puestos hasta los tacos de leche con velocet del bar lácteo.
No quiero hablar tampoco de las obviedades y tontunas que han soltado los políticos estos días, ni siquiera mencionaré el deseo del tontu Urkullu de que sólo quiere que gane la selección de Euskadi; o de la Pajín, asociando la victoria de España a la superación de la crisis; o del miedo de Carod Rovira a que se vieran en las fachadas catalanas más banderas españolas que senyeras (como así fue).

No. No quiero hablar tampoco de los cavernícolas de siempre, que apalearon o apuñalaron a los aficionados que vestían con orgullo la camiseta de su selección, en Barcelona, Pamplona, Bilbao, Vitoria y hasta en el Zarauz de mis amores y de este Malecón. No quiero hablar de la archimentada (aunque muy cierta) metáfora de la España Unida jamás será vencida, del qué grandes somos cuando olvidamos nuestras diferencias o de mira cómo asturianos, salmantinos, valencianos, catalanes, vascos, madrileños y demás podemos llegar adonde queramos en cuanto nos olvidamos de la política, esa cosa pringosa que todo lo contamina y pervierte. No quiero hablar de gestas tipo Breda o 2 de Mayo, ni de naranjas exprimidas y digeridas como vitamínico y refrescante zumo. Al enemigo, puente de plata.

No quiero hablar de Nadal, ese chaval que venía de ganar Wimbledon por segunda vez y de recuperar su número uno del mundo, y que animó a su selección como uno más, con su modestia, su naturalidad y su pintura rojigualda hasta las cejas; como Gasol, otro español grande. No quiero hablar del pulpo Paul, aunque haya dejado a Nostradamus a la altura de un alevín, ni siquiera como posible candidato para presidir el Tribunal Constitucional, a ver si así aciertan alguna vez (o aún más: ¿se imaginan que en las próximas elecciones sólo hubiera dos urnas, una del PSOE y otra del PP, con sendos mejillones en su interior, y que fuera el pulpo Paul quien decidiera el nuevo presidente del Gobierno? Nos ahorraríamos una pasta electoral y la necesidad de ir a votar con la nariz tapada).

No quiero hablar de la marea rojigualda que literalmente inundó el domingo de fiesta y orgullo patrio «¡yo soy español, español, español!» las calles de toda todita España, desde Canarias a Santander, desde Fuentealbilla a Santiago, desde Cádiz a Barcelona (más gente que en la mani del sábado hubo ayer en la avenida María Cristina). Ni quiero hablar de la gilipollez de Puyol y Xabi alardeando de senyera, suponemos que por consigna (¡ay, qué mala es la envidia nacionalista!), de una forma tan tonta, excluyente e injusta para sus compañeros españoles, para su entrenador español, para los miles de espectadores españoles que acudieron al Soccer City y para los millones de españoles que vibramos con el mejor equipo español de nuestra historia futbolera.

No quiero hablar de Del Bosque, ese grandísimo mister que es como el vecino de al lado, un tipo corriente, tranquilo, paciente, contenido, bonachón, educado, sabio, líder… pues eso, un tipo enorme. Ni quiero hablar de Iker y Sara, Casillas y Carbonero (¡qué injusto Mundial habéis soportado, chicos!), ni del beso incontenible, espontáneo y maravilloso que le plantó en los morros San Iker a su santa en mitad de la entrevista. Grande, Iker, grande. Y hablando de Iker, no quiero, tampoco, hablar de las lágrimas (dulces, memorables, históricas) del gran capitán de este gran equipo construido desde el trabajo, la honestidad, el tesón, el esfuerzo, la generosidad y la unidad; de este equipo antidivo, sin engreídos, sin estrellas, sin galácticos («yo no soy galáctico, soy de Móstoles»); de este equipo ejemplar donde todos son cracks, donde todos son uno, sin más.

Hoy, si me lo permiten, quiero hablar, más que de la gesta de la Selección, del gesto de Iniesta. De ese gol para la historia que el genio albaceteño dedicó a su amigo, el jugador del Español fallecido hace un año. De esa camiseta blanca que rezaba “Dani Jarque siempre con nostros”. De ese inconmensurable, generoso y ejemplar homenaje a la amistad: «nos ha dado fuerza a todos. Todavía no había podido hacerle un homenaje en el mundo del fútbol a Jarque y la ocasión es espectacular». Espectacular tú, Iniesta. Estoy convencido de que marcó ese golazo, con todas las ganas del mundo, para poder quitarse la camiseta y mostrar su homenaje. Aunque le valiera una tarjeta amarilla. La tarjeta más emocionante, generosa y bonita de la historia del fútbol. Una gran lección.

Pues eso, ¡que viva Iniesta! ¡Que viva el fútbol! ¡Que viva España!

1 comentario:

Unknown dijo...

A eso le llamo yo, sacar el lado positivo a las cosas.

Buen artículo.

Saludos