viernes, 1 de abril de 2011

Hay mentiras y mentiras. Y luego está Rubalcaba


«El que dice una mentira no sabe qué tarea ha asumido, porque estará obligado a inventar veinte más para sostener la certeza de esta primera.» Una verdad como un templo la que, allá por el s. XXVIII, nos dejó el poeta inglés Alexander Pope. Y una magnífica definición anticipada de nuestro temido y oscuro Vicepresidentísimo. Solo que en su caso no ha tenido que inventar veinte más, sino doscientas. Y las que quedan. Lleva tantas mentiras, tan gordas, durante tantos años y sobre tantos asuntos y trasuntos que probablemente él mismo no sepa ya distinguir cuándo miente y cuándo no, o cuando dice medias verdades y cuándo mentiras a medias. Me lo imagino, a Rubalcaba (¿realmente se llamará así o será un seudónimo?), no sé, mintiendo hasta en el recuento de pinchos que se toma en el bar de la esquina, el de toda la vida, ése al que lleva acudiendo desde hace diez o quince años, atendido por el mismo camarero que, además, sabe que su ilustre cliente lleva diez o quince años engañándole, y su ilustre cliente sabe que el camarero lo sabe y le da igual, porque lo de mentir es superior a él, o sea, que es intrínseco a sí mismo. No sé si me explico.
     Rubalcaba miente, y sigue mintiendo cuando le demuestran que miente, y así va mentira sobre mentira y sobre mentira hasta el infinito de las mentiras, que si existe y alguien lo conoce, desde luego que es sólo él.

«De vez en cuando di la verdad para que te crean cuando mientes», afirmaba Jules Renard. Y también tenía razón. Y también lo sabe al dedillo el Ministro de Escuchas, Negociaciones y Asuntos Oscuros. Y es exactamente lo que hace, de vez en cuando. Pone su carita de abuelete inocente y bonachón, así, subiendo mucho las cejas y arrugando mucho la frente; mueve sus manitas distraidoras (dis-traidoras); habla despacito pero con fuerza, convicción y cristalina claridad… y suelta su minúscula verdad rodeada de gigantescas mentiras. Pero tiene la innegable habilidad, el muy zorro, de centrar la atención en la minúscula y obviar las gigantescas. Por aquello del árbol que no deja ver el bosque, o el árbol y las nueces o algo así. El caso es que después del Gal, el 11-M, los agit-props, las negociaciones, las cárceles con-sin etarras, los faisanes, los fiscales, los nombramientos predestinados y lo que te rondaré morena, después de años de mentira tras mentira demostradas hemeroteca tras hemeroteca, sigue siendo el ministro más valorado. ¿Pero de verdad la gente se imagina al siniestro ministro de presidente omnipotente? ¡Sería como elegir a Darth Vader!
     Lo reconozco, Rubalcaba siempre me ha producido un profundo pavor. Me acojona de verdad. Porque, aunque mienta como un regimiento de cosacos, de él me lo creo todo (yo lo he llamado la Primera Paradoja Rubalcaba; la Segunda Paradoja Rubalcaba sería aquello de «Merecemos un gobierno que no nos mienta»). O sea, que le creo capaz de cualquier cosa. De cualquier cosa. Por poner, fíjense, me creo incluso que lo de su reciente enfermedad misteriosa no fue sino una operación de marketing frente a la operación de Esperanza Aguirre, para contrarrestar simpatías post operatorias (una especie de “Operación Anti-Operación).

Siguiendo la clasificación del psicólogo De Vries, hay mentiras y mentiras. Los niños mienten en la medida en que confunden sus fantasías con la realidad (le pasa a ZP, por ejemplo); los adolescentes mienten para afrontar sus frustaciones al chocar con el mundo real; el adulto miente cuando no ha superado los obstáculos que le ha puesto la vida, y engaña para sentirse el triunfador que nunca ha sido; y el anciano miente cuando no se perdona los errores que ha cometido a lo largo de su existencia. Nuestro hombre estaría, por obvias razones biológicas y psicológicas, entre el adulto y el anciano. O sea, entre el que engaña para sentirse triunfador y el que no se perdona los errores del pasado; depende de cómo haya dormido esa noche. Aunque, sinceramente, en cuestión de remordimientos me da que anda más bien escaso; así que, si hablamos del pasado, me inclino a pensar que lo que le pega es la máxima de Orwell de que para cumplir las mentiras del presente, es necesario borrar las verdades del pasado. En eso, Rubalcaba, es un verdadero maestro. Maestro del Mal, pero maestro.

En fin. No sé si ha quedado claro que no me fío de Rubalcaba ni un pelo de su calva. Que no me creo nada de lo que diga y que paradójicamente sí me creo cualquier cosa que se diga de él, por muy retorcida que parezca (en realidad, cuanto más retorcida, más creíble me parece). Mark Twain distinguía tres clases de mentiras: La mentira, la maldita mentira y las estadísticas. Se nota que aún no había nacido Rubalcaba (¿o sí, y también nos miente sobre su verdadera edad?). Si el escritor hubiera conocido a nuestro Vicepresidentísimo, su famosa cita habría quedado así: «Hay cuatro clases de mentiras: La mentira, la maldita mentira, las estadísticas y Rubalcaba.» Y luego se habría ido a pescar al Mississippi.

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