jueves, 1 de septiembre de 2011


Cada primero de septiembre, sin excepción, a uno le sobreviene la nostalgia tontuna y entra en un estado melancólico autosugestivo absolutamente inevitable. Y es que septiembre era mucho septiembre en aquellos viejos y buenos tiempos del Zarauz de mi niñez, adolescencia y juventud. Esos diez o doce días que culminaban las vacaciones eran lo mejor del verano, el auténtico verano. La marabunta de veraneantes regresaba a sus depresiones posvacacionales lejos de la arena ocre de la playa zarauztarra, que quedaba de nuevo en paz, aunque no en soledad; el malecón (mi añorado malecón) volvía a su condición de ‘paseo marítimo’, olvidando su agosto reconvertida en ‘Gran Vía marítima’; el pueblo recuperaba el sosiego después del trasiego, y uno ya se podía sentar en las terrazas del malecón, y entrar en los bares de pintxos, e incluso alcanzar la barra en los bares de copas (¡cómo se echa de menos la buena música y el mejor ambiente del Fany, el Nashville, La Marina o el Antxe!).

En septiembre se iba la marabunta, sí, y llegaban las olas, el espectáculo grandioso de las mareas vivas y el pueblo en pleno, a lo largo de toda la playa, admirando las moles de cuatro metros que rompían estruendosamente lejos de la seguridad del malecón. Y con las olas de septiembre llegaban los surfers, los pros, a los que veníamos de ver en Biarriz y Hossegor. Damien Hardman, Sunny García, Occhilupo, Derek Ho, Tag Burrow, Martin Potter, Flavio Padaratz amerizaban en Zarauz y revolucionaban el pueblo… Aún recuerdo el primer año de Campeonato del Mundo, en el 88, nacido de la ilusión de muchos y el empeño de unos pocos (Pukas, básicamente), metiéndose el jurado dentro del agua para ver a los surfers porque… ¡no había olas! Y recuerdo que el siguiente año no sólo hubo buenas olas, sino que fue elegido el campeonato favorito de los surfers y de la prensa (la marcha y la gastronomía tuvieron mucho que ver, además de la impecable organización). El éxito se repitió durante unos años, y para nosotros esos días de septiembre eran absolutamente mágicos: tus ídolos en vivo, pelis de surf en los Antonianos, ambientazo por las noches, jam sessions de blues en las carpas del malecón a las cuatro de la mañana…

Y el nueve de septiembre llegaba el culmen del verano: la Fiesta Vasca. Desde pequeños, todos nos vestíamos de caseros y caseras y acudíamos a la pradera de San Pelayo a corretear, jugar, cantar y comer rosquillas de anís; y por la tarde, a la Plaza de la Música, a bailar al son de las trikitrixas y la sidra recién escanciada. Con los años, la cosa acababa al amanecer, tras una noche de copas maratoniana en la que no era raro encontrarse a los pros del campeonato, con la txapela puesta, y puestos de cerveza hasta la quilla. Por la mañana, de gaupasa, directamente a coger gafas de sol, toalla y tabla, ¡y a la playa! Al agua resucitadora. Y a seguir soñando con la ola perfecta después de haber vivido, un año más, el verano perfecto.

Esta semana, en Zarauz, comienza de nuevo el campeonato del mundo de surf. Yo no iré, por desgracia, y lo echaré de menos. Como echo de menos, desde hace tiempo, los veranos (y los inviernos) en Zarauz, y el malecón, y a mis amigos, y los pintxos, y los bares, y el txangurro, y la fiesta vasca… Aunque este año, con Bildu-ETA llevando las riendas del Ayuntamiento, sinceramente, me apetecía poco. Porque sé que aprovecharán la repercusión para meternos el “presoak etxera” hasta en el marmitako; porque sé que habrán vuelto a infestar la Plaza de la Música de pancartas y de retratos y de banderas y de hachas y serpientes y de propaganda etarra en general; porque sé que la herriko taberna estará a rebosar de hienas sonrientes saboreando su txacoli; porque sé que la fiesta vasca ya no será tan festiva y sí cien por cien euskalduna; porque sé que hasta el campeonato de surf será por y para la causa abertzale, con la inocente complicidad de los surfers extranjeros; porque sé que mi septiembre en Zarauz no se parecerá en nada al de aquellos días que mi nostalgia, año tras año, se empeña en recordarme.

He vivido grandes momentos, los mejores de mi vida tal vez, en mi septiembre zarauztarra. He visto a Flavio Padaratz bailando samba en una ola perfecta de 3 metros; he reído hasta el amanecer, vestido con txapela y gerriko, sin ser insultado ni amenazado por no ser abertzale; he visto desaparecer el último rayo de sol tras el ratón de Guetaria, sentado en mi tabla, en compañía de mi soledad. Y todos esos momentos se han perdido en el tiempo como lágrimas en el xirimiri. Es hora de olvidar.



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