Bombay. 26 de noviembre de 2008. La ciudad está tranquila, dentro de lo que cabe en su bullicioso caos. En el hotel Taj Majal, una nutrida delegación comercial española, liderada por Pepiño Blanco, ha sido convenientemente alojada en sus lujosas habitaciones y suites. Pepiño, como cabeza visible del grupo, permanece en la receción ultimando detalles con el amable y competente gerente del hotel, con el que se entiende perfetamente en fluido inglés, nivel alto-muy alto hablado y escrito. Cuando finaliza su misión organizadora y se dirige hacia los ascensores camino de su suite, para disfrutar de un merecido descanso tras largas horas de viaje, Pepiño, el líder, tiene un feliz e inesperado encuentro: su amigo, el alcalde socialista de Parla, que está en Bombay por asuntos familiares. Pepiño se interesa por su amigo y le invita a un trago en el bar del hotel. De pronto, un ruido sordo rompe la tranquilidad del ambiente; a primer oído parece champán, pero el instinto infalible y entrenado en las COES de Pepiño le susurra al suconsciente que ese sonido sinifica “peligro”, no burbujas. En eso, el sonido se repite insistentemente, a ráfagas, y Pepiño lo reconoce al instante: son disparos de arma automática (una AK 47, probablemente, piensa); una fuerte explosión a escasos metros del bar hace estallar los vasos y botellas de la estantería, salpicando el suelo de cristales. «¡Terroristas!», piensa con acierto mientras, guiado por su instinto y su entrenamiento, se abalanza sobre su amigo para cubrirle de la metralla (que, afortunadamente se queda por el camino). Debido a la potente onda espansiva, Pepiño pierde los zapatos, quedando al descubierto sus calcetines de Micky Mouse; pero eso no le preocupa. Le preocupa su amigo, y los otros clientes, y el personal del hotel. Él es así. Oserva el terror en los rostros de los camareros y en el rostro de su amigo, que está a punto de llorar. Sin pensárselo dos veces, se levanta y asume el mando. Se autoasigna una misión imposible (para otros, no para él): poner a salvo a todos sus hombres -y mujeres- y no descansar ni un segundo hasta sacarlos a todos –y a todas- de Bombay, de la India en llamas. Es su delegación, es su responsabilidad. «¡Yo me crezo ante las dificultades!» esclama, para sus adentros.
Lo primero es salvar al grupo que tiene más cercano, así que se pone manos a la misión. Atraviesan la zona del bar y entran en las cocinas, donde oserva también el pánico en los rostros de los cocineros; el suelo está lleno de charcos de sangre y cristales, que se clavan como agujas en los pies descalzos de Pepiño, atravesando sus calcetines blancos de Micky Mouse, que ahora se tiñen de rojo. Haciendo caso omiso del dolor («el dolor es un conceto difuso del inteleto», se dice), Pepiño mantiene la sangre fría mientras se suceden las esplosiones y los disparos en el esterior. Él y su grupo permanecen espetantes en la cocina, escuchando, agazapados. Pero no es una postura que le guste, precisamente, así que ordena a todos ponerse en pie y seguirle al exterior del hotel. Él sale el primero, por si hay peligro, sube a una furgoneta aparcada y la arranca haciendo contato con los cables, bajo el volante. Con un gesto, indica a todos que suban y se tumben en el suelo. Van 15 personas. Pepiño, impasible el ademán, agarra el volante con determinación y acelera rumbo al aeropuerto. Atraviesa la zona de fuego cruzado sin pestañear, esquivando explosiones y balas, y guiado por su memoria fotográfica callejea por las callejuelas aterrorizadas de Bombay hasta que llega al aeropuerto. Todos están a salvo. ¿Todos? ¡No! Gran parte de la delegación –de su delegación- aún permanece desamparada y perdida en territorio comanche, atemorizada por los indios islamistas. A través del móvil, Pepiño se comunica con su jefe de gabinete quien, visiblemente aterrado, le informa que están en el malecón, supuestamente custodiados por la Policía. Tras calmar a su subordinado, vuelve a subirse a la furgoneta –acribillada de balazos y metralla- y enfila hacia a la playa. A unos 200 metros detiene el vehículo y se baja, silencioso como un tigre de Bengala. Es noche cerrada; Pepiño, que es muy blanco, embadurna la totalidad de su rostro con grasa de la furgoneta, mimetizándose astutamente con la oscuridad. Un pañuelo fuertemente anudado a la frente impide que caigan sus gafas; las mangas rotas de su camisa dejan a la vista sus musculosos bices y trices, que junto con sus manos son verdaderas armas de destrución masiva; en su boca, un cuchillo de trinchar carne, de 30 cm. de largo, que cogió en la cocina del hotel. Arrastrándose por la arena de la playa, silencioso como una cobra, llega hasta las rocas donde se encuentran sus hombres –y mujeres-. Nadie le ha visto. Ni siquiera los policías custodios, que se llevan un susto de muerte y casi le acribillan ahí mismo. Pero Pepiño, alzando su brazo musculoso, impone calma y sosiego; habla con los guardianes (en indostaní, dialeto que domina a la perfeción, entre otros doce) y les convence, sin esfuerzo, de que los asustados estranjeros estarán más seguros con él; y en efeto, les dejan marchar. Pepiño les ayuda a subir a la furgoneta, uno a uno, al tiempo que les sonríe y reconforta como sólo un líder o un héroe sabe hacer. Una vez están todos dentro, Pepiño conduce a sus hombres –y mujeres- al aeropuerto, y los deja sanos y salvos en la escalinata de un avión francés.
Pero él no sube a la aeronave. No puede. No hasta que todos sus hombres estén a salvo. Y aún quedan dos de ellos en el interior del hotel, escondidos en sus habitaciones. Pepiño regresa al Taj Majal y entra por la puerta de atrás, sorteando a los terroristas, que están disparando indiscriminadamente a turistas y soldados. Una bala perdida le atraviesa el brazo. «Bah, no es nada escecional», se dice; saca aguja e hilo de su mini botiquín de supervivencia y, apretando el cuchillo con los dientes, se cose sin pestañear la herida de entrada y la de salida. Los ascensores están bloqueados, y el hall del hotel está infestado de terroristas, así que se desliza por los conductos del aire hasta el piso 14, donde rescata a su amigo Inasi Guardans, oculto dentro del armario. Juntos, suben por las escaleras hasta el piso 21, donde el otro colega, Millás, aguarda ser rescatado; tras derribar la puerta de una certera patada, Pepiño salva a su último hombre y los tres suben hasta la azotea. Allí, como previamente había oservado desde el jardín del hotel, se encontraron un pequeño helicótero (probablemente propiedad de algún millonario yanqui). El hábil Pepiño pone en marcha el aparato, que no tiene secretos para un esperto piloto como él, y atravesando el fuego cruzado de terroristas y ejército (ambos creen que es el enemigo), consigue salir de la zona de riesgo y volar con seguridad hasta el aeropuerto. Allí, tras asegurarse diez veces de que no queda ningún miembro –ni miembra- de su delegación en la ciudad sitiada de Bombay, sube al avión con los dos últimos rescatados, rumbo a la base aérea de Torrejón. Una vez ha despegado el avión, Pepiño cae en un profundo y merecido sueño. El sueño de los héroes. En unos días, partirá hacia Somalia para rescatar un atunero euskaldún que ha caído en manos de unos desaprensivos y codiciosos piratas. Los héroes son así.
¡¡RIIIINNNG!! Pepiño despierta, sobresaltado. Ha tenido un sueño extraño. Se levanta y siente los pies fríos, pues ha perdido los calcetines en la cama; su rostro está embadurnado de crema facial; y en su boca, no sabe por qué, hay un bolígrafo mordido con saña. Tampoco entiende qué hace su corbata anudada a su cabeza ni, mucho menos, cómo se le ha podido escapar algo que no se le escapaba en el pijama desde que tenía 12 años, allá en Palas do Rei. «Bueno —se dice—, ya se me pasará en la ducha. Hoy me espera un día perfeto: toca hablar de la facha de Espe y su cobardica salida de Bombay. ¡Me encanta mi trabajo!»
5 comentarios:
No hace falta que Pepiño se vaya hasta Bombay para demostrar su valentía heroica. Puede hacerlo mucho más cerca: propongo, por ejemplo, que sustituya a Regina Otaola durante una semana en el ayuntamiento de Lizarza, sin escoltas y sin barba postiza. Y llevando un pin del PP en la solapa (ni siquiera de la bandera de España). De verdad que me gustaría verlo.
La cobardía que han demostrado pepiño y los demás, así como su bajeza moral, criticando de manera tan superficial e injusta a Espe, no es sino otro ejemplo más de la categoría política de estos que nos gobiernan. Todo vale con tal de socavar (exterminar) a la oposición y, de paso, ayudando a desviar el tema de fondo: los 130 muertos por causa (otra vez) del terrorismo islamista, antaño justificado por la guerra de Irak y ahora... pues no se sabe si por Afganistán, Al-Andalus (¿verdad, Rubalcaba?) o lo que se les ocurra en el momento. ¡Viva la Alianza de Civilizaciones!
Menudo valiente está él hecho. Este personaje es el mismo que dijo que el "Real Madrid le daba una asco que no le podía ni ver..." y al dia siguiente cuando vió que le habían pillado le entraron las cagaleras de la muerte y lo negó todo. Como repugna el personaje...
¡¡jajajajaja!! Muy bueno. Me recuerda mucho al estilo de tu novela Bienvenido Mister Paz; podría ser un capítulo de la segunda parte. Sólo faltan Z y Moratinos y que tiemblen los piratas de Somalia: los van a matar de risa.
Si es que no entendemos a este nuevo Capitán Trueno.
Lo valiente hubiera sido hablar con esos hombres de paz. Como con ETA.
Lo valiente habría sido pagar lo que ellos hubieran querido. Como en el Playa de Baquia.
Lo valiente habría sido montarles una cúpula de gotelé en el hotel y haber montado una alianza de incivilizados. Socialistas-Terroristas.
Lo valiente habría sido dejar a Esperanza Aguirre sin escolta. Como han hecho con José Alcaraz.
Lo valiente habría sido pedir a las fuerzas militares indias que dejaran tirada a la gente en ese hotel rodeado de terroristas y asesinos. Como hizo el PSOE con las fuerzas militares destacadas en Irak.
No hay duda que tenemos otro conceTTO de valentía.
Y me alegro de NO ser como ellos
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