lunes, 22 de junio de 2009

Hacer el bien, hacer el mal o hablar para no hacer nada.

Hay quienes entregan su vida a salvar las vidas de los demás y quienes matan vidas para justificar su propia vida. Esta semana que muere hemos tenido dos nítidos ejemplos de estas dos visiones antagónicas de la vida y la muerte.
Una, la de Vicente Ferrer, que dedicó 55 años de su existencia a velar por los más desfavorecidos, a cuidar y curar a los miserables entre los miserables, a darles trabajo y dignidad, a ofrecerles un mínimo de esperanza, a justificar su propia existencia. 375.000 vidas son testigos de su elección de hacer el bien.
La otra, la de los asesinos de ETA, que llevan 50 años de vil existencia aterrorizando, extorsionando, torturando, coartando, mutilando, sesgando vidas de forma cobarde y miserable, cortando de cuajo la esperanza de almas inocentes sin la menor compasión, sin la más mínima dignidad ni justificación. 875 vidas y miles de víctimas son testigos de su elección de hacer el mal.

Pero hoy no vamos a hablar de ETA, no vamos a condenar a ETA, no vamos a clamar al cielo gritando contra ETA, no vamos a rasgarnos las vestiduras, una vez más, llenándonos la boca de las sempiternas expresiones de indignación y repulsa, de altisonantes lamentos y adornadas tristezas, del no doblegarán a la democracia o el unidos les podemos vencer; de palabras huecas y frases hábilmente memorizadas que, una vez cada cierto tiempo —coincidiendo con alguna muerte, claro—, nuestros políticos sueltan automáticamente para que su dolor, su deterrminación y su pedigrí democrático queden convenientemente reflejados en los medios, aderezados de rostros contritos y ojos llorosos, o indignados, según.

No, no vamos a hablar de ETA, ni vamos a hablar de hablar. Hoy vamos a hablar de actuar, de hacer. De hechos. Como los hechos de Vicente Ferrer, que no dedicó la mitad de su vida a blablablabla solidaridad blablablabla caridad blablablabla donativos blablabla… o sea, a soltar la proclama desde un cómodo despacho o desde una sala de prensa del partido de turno —eso se lo dejamos a Mister Paz o a Leire Pajín y sus 20.000 euros de solidario sueldo— mientras otros se ensuciaban las manos lavando cuerpos putrefactos y almas ulceradas; no, él no proclamaba solidadridad, él ejerció la solidadridad, la auténtica, la verdadera, la real: la única. Su vida fue caridad, entrega, generosidad. Como la de Teresa de Calcuta. Como la del padre Christopher Hartley. Y también como la de miles de misioneros valientes, de médicos y cooperantes anónimos, de hermanas con alma de ángel que viven y mueren cada día en los rincones más oscuros de este triste planeta, hablando cara a cara con el SIDA, la lepra, la miseria, la guerra, el odio; entregando sus vidas por algo tan valioso como una sonrisa o un simple “gracias”. Ellos no hablan de solidaridad, de leyes de dependencia, de reparto justo, de logros sociales, de derechos a decidir… No, ellos no hablan de caridad, son caridad. Ellos no prometen, cumplen. Ellos no dicen, hacen.

Quien ha vuelto a hacer, como sólo sabe, es la serpiente etarra. Asesinando cobardemente a un policía. A uno de esos héroes anónimos que se juegan la vida haciendo —70 detenciones son sus hechos—. Y nuestros políticos y próceres, otra vez, no han parado de hablar —«rebeldía cívica y democrática», «desprecio vil al derecho sagrado a la vida», «no habrá negociación, ni con un muerto ni con cien» «sólo pedimos unidad de los demócratas», «les enseñaremos el camino de la cárcel», «responderemos con toda la fuerza y la contundencia», «que paguen sus culpas como deben pagarlas», blablablabla—. Pero es que estamos hartos de palabras. Queremos hechos. Hechos como ilegalizar Izquierda Internacionalista, vergonzosamente legal gracias al TC; hechos como ilegalizar ANV o PCTV, vergonzosamente legales gracias a Conde Pumpido; hechos como no permitir que una asesina salga de la cárcel para reírse de los muertos con la excusa de un tratamiento de fertilidad a sus cuarenta y muchos años; hechos como cerrar las herriko tabernas y tirar la llave al fondo del Cantábrico; hechos como aniquilar todas y cada una de las subvenciones que generosamente recibe el entorno etarra; hechos como cortar de raíz el odio irracional inoculado en las ikastolas; hechos como volver a meter unos años en chirona a los cachorros de la gasolina, en cuanto asomen la kufiya; hechos como el de ejercer todo el peso de la ley, en su interpretación más absolutamente estricta, contra todo aquél que alimente, ampare, justifique, ensalce o simplemente ría la gracia (¿verdad Follonero?) a cualquier miembro, amigo, simpatizante o simple conocido de ETA. Sólo si actuamos sin complejos, sin miramientos y sin piedad —dentro de la ley, obviamente—, podremos aplastar definitivamente a la serpiente, desde la cabeza hasta la última escama de la cola. Solamente con hechos, conseguiremos que la serpiente deje de hacer, y que hable sólo para pedir perdón… justo antes de expirar.

Decía Vicente Ferrer que «la conciencia está puesta por Dios para evitar que hagamos el mal, por eso te remuerde». Hagamos pues, el bien, como él. Sigamos su ejemplo y defendamos la vida sin cobardes o convenientes ambigüedades. Eso incluye desintegrar a ETA de una vez para siempre. Sin palabrería. Sin remordimientos. Sólo así haremos justicia a Eduardo Puelles, a su valiente viuda y a todos aquellos héroes que entregan su vida a la impagable labor de proteger las nuestras.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Yo creo que sería suficiente con cumplir penas completas, completas¿Doscientos años?Doscientos años.

Luisa.