martes, 16 de junio de 2009

Reflexión sobre la muerte inevitable y las muertes que se podían haber evitado


«Había en Bagdad un mercader que envió a su criado al mercado a comprar provisiones, y al poco tiempo el criado regresó pálido y tembloroso y dijo: “Señor, hace un momento, mientras estaba en la plaza del mercado, he sido empujado por una mujer que se hallaba entre la multitud y, cuando me volví, vi que era la Muerte. Me miró e hizo un gesto de amenaza. Préstame tu caballo para alejarme de la ciudad y escapar a mi destino. Iré a Samarra y allí la Muerte no me encontrará. El mercader le prestó su caballo y el sirviente montó en él, picó espuelas y huyó a galope tendido. Después el mercader bajó a la plaza del mercado y, descubriéndome entre la multitud, se acercó y me dijo: “¿Por qué esta mañana le has hecho un gesto de amenaza a mi criado?” “No fue un gesto de amenaza -respondí-, sino de sorpresa. Me ha extrañado verlo aquí en Bagdad, porque esta noche tengo una cita con él en Samarra."»

En este pasaje, que he tomado prestado —sin permiso de la SGAE— de la obra Sheppey del escritor inglés Somerset Maugham, la propia Muerte relata al protagonista la famosa leyenda sufí que tantas versiones ha conocido a lo largo de los siglos, y cuyo último ejemplo de la fatalidad inevitable acabamos de conocer hace tan sólo unos días. Me refiero a la italiana Johanna Ganthaler, a quien la fortuna dejó en tierra al perder el vuelo 447 de Air France que se estrelló el pasado 31 de mayo en el Atlántico, pero a quien la muerte encontró sólo unos días después en una carretera de Austria, al estrellarse su automóvil contra un camión. Podemos llamarlo destino, fatalidad, sino, ventura, azar, estrella, dersignio divino, inexorabilidad o simplemente —suena más cinematográfico— la hora señalada. El caso es que cuando toca, toca. Y cuando no toca, no toca. Que se lo digan si no al japonés Tsutomu Yamaguchi, nonagenario superviviente de las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki; o al guarda forestal Roy Sullivan, cuyo cuerpo ha sobrevivido a las descargas de siete rayos, siete, con sus respectivos miles de amperios cada uno; o a la enfermera que se salvó de tres mega naufragios entre 1911 y 1916, incluido el del Titanic —podrían haber sido más, pero suponemos que no la dejarían embarcar ya en ningún otro transatlántico, yate, carguero o simple pesquero—; o, también, a la única superviviente de un accidente aéreo que luego resultó ser la única fallecida en un accidente ferroviario... Sí, cuesta asumirlo, pero nuestro destino está marcado por la muerte inevitable, y da igual que tratemos de huir a Samarra o a Austria: si tiene que alcanzarnos, nos alcanzará.

Sin embargo, uno no puede evitar preguntarse si esa muerte inevitable sí podía haberse evitado en decenas de atentados perpetrados por los fanáticos etarras durante los últimos 27 años. Las valientes —aunque no sorprendentes— declaraciones de dos ertzainas apuntando directamente a sus politizados jefes y a los políticos que los politizaban y utilizaban a su antojo, han abierto los ojos a la opinión pública —otros ya lo sabíamos desde hacía años—, al acusar a los mandos de obligar a los agentes a mirar hacia otro lado en todo asunto que tocara o simplemente rozara a la Izquierda Abertzale, en todas sus ramificaciones; en sus propias palabras, había una «predisposición política para no detener a estas personas» y recibían «órdenes directas de superiores para no actuar contra ETA y su entorno». Hechos muy graves, muy crueles y absolutamente inmorales, que ya denunciaron exhaustivamente libros como “ETA. El saqueo de Euzkadi” de Isabel Durán y José Díaz Herrera o “El árbol y las nueces” de Isabel San Sebastián y Carmen Gurruchaga. Casos tan repugnantes como aquél en que se envió a una simple pareja de ertzainas a sofocar una kale borroka de más de 20 salvajes, que a punto estuvieron de quemar vivos a los agentes, entre cajero y cajero; o decenas de partes de terrorismo callejero camuflados en inocentes peleas de vecinos por órdenes superiores; o la detención de un único etarra desde 1982, curiosamente unos días antes de las elecciones vascas; o el simple hecho de que cientos de ertzainas se hayan visto obligados a pernoctar al otro lado de la frontera, en Cantabria, para poder tender sus pantalones sin tener que darles la vuelta para ocultar su identificativa raya roja.
Sí, no puedo evitar preguntarme si acaso no se habrían evitado muchas muertes, decenas de asesinatos, por el simple hecho de que la Ertzaintza hubiera ejercido de policía al servicio de la seguridad y de los ciudadanos, en lugar de al servicio del PNV y de su sangrienta quimera de una nación idílica, en la que no es concebible, por principio, una fuerza policial represora.
Muertes evitables, sí, como las del brutal atentado de Vic, que estos días recuerdan con profunda tristeza y consternación las fuerzas de seguridad y con superficial oportunismo y fotogenia los políticos “centrales” y catalanes, que han dejado miserablemente de lado a quienes podían haberles ensombrecido la foto.

Políticos. Cada
vez que la pronuncio me resulta una palabra más desagradable y despreciable. Para ellos una muerte no es más que un voto perdido inevitablemente. En Samarra, en el paraíso Euskaldún o en esta Ezpaña nuestra que no sé si nos merecemos.

Por acabar con un cierto brote de optimismo moral —no verde, que ésos de optimismo tienen zero—, me voy a permitir terminar como he comenzado: citando al gran Somerset Maugham; en concreto la frase final de “El filo de la navaja”*, en la que el personaje que es él mismo define certeramente al protagonista, Larry Darrell —que, por cierto, fue salvado de la muerte en la guerra por un compañero que entregó su vida a cambio—, y que siempre he pensado que debiera ser la máxima aspiración de todo ser humano. Dice así: «Creo que quien le haya conocido no podrá sustraerse a su bondad y nobleza. La bondad es, al fin y al cabo, la fuerza más poderosa del mundo». Dios le oiga, amigo Maugham, Dios le oiga.


*Según la muy notable adaptación cinematográfica de 1946, dirigida por Edmund Goulding y protagonizada por Tyrone Power, Gene Tierney y Herbert Marshall.

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[Ayer, tristemente, sucedió una de esas muertes inevitables que, no por esperada, fue menos amarga. Si nadie merece castigo tan cruel y prolongado, ella infinitamente menos. Después de dos años de feroz y dolorosa batalla contra la leucemia, Begoña por fin descansa en paz. Y hoy Zarauz está un poco más triste, más solo, más apagado. Y mucho más desamparado. Adiós, amiga, te echaremos de menos.]

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1 comentario:

dostoyevski dijo...

No se acaba con ETA porque políticos socialistas y nacionalistas NO quieren acabar con ella.
La única vez que se ha estado a punto de acabar con ETA fue con Aznar y con gente buena como Redondo Terreros. Desde entonces, Lizarra, Perpignan, 11-M, ruptura del pacto contra el terrorismo unilateralmente por ZP (¿Qué les debía? ¿titadyn?)...
ETA en vez de ser una banda asesina es vista por varios partidos políticos como una herramienta que puede ayudar a sus intereses. El PSOE ha aprendido muchas cosas del PNV. Recordemos a ZP alentando el pacto contra el terrorismo y al mismo tiempo hablando ya con ETA.
El PNV ya lo ha dicho, para ellos los etarras son "niños descarriados" y en la deformada realidad de ZP el Rojo, imagino aparecerán esos asesinos marxistas como "excéntricos" revolucionarios de izquierdas a los que hay que ayudar porque en el fondo luchan contra los mismos que nosotros.
¡¡11-M, queremos saber!!