A veces sucede. No mucho en los últimos tiempos, es cierto. Pero cuando sucede, es verdaderamente gratificante. Me refiero a ver una película que te haya llegado tan hondo que sientas la necesidad imperiosa de recomendarla a todo el mundo; de decir a tus amigos, a tus familiares, a tus compañeros de trabajo, a cualquier persona que te encuentres por la calle… o que lea tu blog, “Vete a verla. De verdad. Es una película que hay que ver. Te gustará, te emocionará, te hará reír y llorar. Te hará reflexionar. Y, sobre todo, te hará bien”. Esto es lo que me ha sucedido al ver Vivir para siempre.
“Hago películas sólo para entretener a la gente”, afirmaba el grandísimo Billy Wilder. Claro que luego era capaz de criticar el nazismo, el comunismo, el capitalismo e incluso el machismo en una sola (y desternillante) película, Uno, Dos, Tres; o de realizar obras maestras del cine y la sociología como El Apartamento, La tentación vive arriba o El gran Carnaval (de visión obligada en estos tiempos de periodismo carroñero). Billy Wilder sabía, como demostró en todas sus obras, que el Cine puede, y a veces debe, hacerte pensar. Sin dejar de entretener, claro. Y eso es precisamente lo que hace la película de Gustavo Ron.
Vivir para siempre cuenta una historia breve y al mismo tiempo eterna. La de Sam, un niño de 11 años con leucemia que sabe (y acepta) que va a morir en unos meses pero que no sólo no se resigna a hacerlo antes de tiempo (dejándose vencer por la enfermedad), sino que pretende vivir el tiempo que le quede lo más intensamente posible y, de paso, que esa vida breve dure para siempre en la memoria de los que le rodean, a través de un peculiar diario ‘multimedia’ (letras, dibujos, fotos, vídeo). En este testimonio vital, Sam describe su conmovedora, sincera y divertida visión del mundo, de su enfermedad, de su familia, de su inseparable amigo Felix (enfermo de cáncer) o de su profesora, Miss Willis.
Con mirada limpia, Sam ve su enfermedad como un hecho, no como una maldición. Acepta su suerte, su muerte, con entereza; y habla de ella con naturalidad, con sinceridad, con sentido del humor incluso. Para él no hay tragedia, no hay miedo (“Yo no tengo miedo; sólo se trata de volver adonde estabas antes de que nacieras y nadie tiene miedo de antes de haber nacido”). Para los demás, en cambio, sí hay tragedia, y también miedo. Su madre es la compasión y el dolor; su padre es la negación permanente (“no vamos a hablar de eso ahora”); su abuela es la comprensión cómplice (tal vez porque sea la más cercana a su destino); su amigo Felix es la fuerza que le empuja a realizar sus deseos imposibles; su profesora es el impulso vital y moral, quien le invita a vivir con plenitud y a escribir el diario (“hay algo eterno que podemos dejar detrás, una vez nos hayamos ido”), la que anima a Sam y a Felix a realizar sus sueños, sus deseos, sus listas de “cosas que quiero hacer antes de morirme” (como ser un científico, batir un récord Guinness, subir unas escaleras mecánicas que bajan, volar en dirigible; y, en fin, hacer cosas de adolescentes, algo que él no llegará a ser: ir a un pub, fumar, beber, dar un beso de verdad a una chica…).
“Morirse es la cosa más imprecisa del mundo: nadie sabe nada de nada”. Pero Sam quiere saber, necesita saber, y se hace preguntas a las que nadie responde (¿Por qué hace Dios que los niños enfermen? ¿Duele morirse? ¿Por qué tiene que morirse la gente? ¿Adónde vas cuando mueres?). Su misión es averiguar las respuestas a todas esas cuestiones y lo hace de forma “científica”, reflexionando, investigando, imaginando, experimentando. Soñando. Haciendo realidad sus deseos imposibles. Viviendo.
A través del humor, la ironía, la ternura, el dolor, la ilusión… la película nos envuelve y nos absorbe, nos hace partícipes de los sentimientos de Sam y de su familia. Celebramos con él cada logro de sus listas, sufrimos con él la impotencia de su enfermedad (“¡Esto no es justo!”), nos reímos con él de las ocurrencias de Felix, consolamos con él la tristeza de sus padres (“Papá, no llores”), soñamos con él sus sueños imposibles. Somos parte de él y de su historia. Porque, como describe Gustavo Ron, el director, “es una historia muy cercana. Habla de amores adolescentes, de matrimonios que pasan por momentos difíciles, de sueños que se cumplen, de la vida y de la muerte...” Esta es, probablemente, la clave de la película: la inmersión total del espectador en la vida de Sam. La plena identificación con su proceso de aceptación – rabia – rebelión – dolor – esperanza – aceptación.
El otro secreto de Vivir para siempre está en lo que no es. No es una película empalagosa, ni ñoña, ni condescendiente, ni moralizante, ni oscura, ni pesada, ni intimista, ni trascendental. Es, al contrario, fresca, divertida, imaginativa, sincera, realista, alegre; conmovedora también, y dura. Pero, sobre todo, es vitalista, tremendamente vitalista, aunque trate de la muerte de un niño (al que, además, queremos desde el minuto uno). Una película de la que, como decía Walt Disney, saldrán con una sonrisa por cada lágrima. Lágrimas que el propio Sam rechaza, por cierto (“Lista nº 11. Cosas que quiero que pasen después de mi muerte: Se os permite estar tristes, pero no se os permite estar demasiado tristes. Si estáis siempre tristes cuando pensáis en mí, ¿cómo vais a recordarme?”).
“Vive siempre como si este fuera el último día de tu vida, porque el mañana es inseguro, el ayer no te pertenece y solamente el hoy es tuyo”. La lección de San Maximiliano Kolbe la tiene muy bien aprendida Sam, desde luego. Porque precisamente va de eso la película, de cómo puedes aprender a vivir da igual el tiempo que te quede (¿alguien lo sabe, en realidad?); y de cómo tus sueños no tienen por qué ser inalcanzables, si luchas lo suficiente para conseguirlos.
Vivir para siempre es, en fin, una película importante, necesaria. Pero también es una gran película, cinematográficamente hablando: una maravillosa historia, de la joven escritora británica Sally Nichols, perfectamente adaptada por Gustavo Ron; un reparto excepcional, niños y adultos (mención especial para Greta Scacchi, la profesora, y Ben Chaplin, el padre); una puesta en escena inteligente e imaginativa; un ritmo dinámico, animoso, casi alegre; y una banda sonora espectacular de César Benito, salpicada por las magníficas canciones de Mindy Smith o 100 Elephants, y las melodías sensibles y tranquilizadoras de Farryl Purkiss (“Sigo intentándolo / Esperando tiempos mejores / Así que déjalo pasar. / Sigo rezando / Rezando por tiempos mejores / Así que deja que pase, que pase, que pase”. Better Days).
“Hay cosas que son perfectas de principio a fin, pero no lo sabes hasta que las has vivido”. Como volar en un dirigible. O como Vivir para siempre. Vayan a verla. Es cine del bueno.
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