martes, 28 de abril de 2009

De la belleza, la esperanza y la bondad


Hoy no voy a escribir del imparable paro (¡cruel paradoja!), ni del abismo, ni de las no-soluciones a la crisis del nuevo gobierno de Mister Paz; no voy a escribir del peligro real y mortal que acecha a nuestros soldados en la guerra de Afganistán, ni de la multimutante y acongojante gripe porcina (¿nos contagiará con más alevosía por ser PIGS?), ni de las sosa cáustica que se escupe a diestra y siniestra en los actos electorales, ni de la campaña obamaníaca que han pergeñado las clarividentes mentes de los acomplejados comunicadores del psoe (esto es cosa de Pepiño, fijo); no voy a escribir de la no-inteligencia de nuestro presidente gana-elecciones; ni de la calle regalada a la mediocre Bardem por dejarse la voz a favor de la causa, la misma calle negada a las víctimas del terrorismo por dejarse la vida sin causa justificada; ni del coñazo del Madrid-Barsa anunciado ad nauseam desde semanas ha, que a ver si juegan ya por favor y nos dejan en paz de una maldita vez; ni siquiera de la visita de la Bruni y el señor bajito ése que la acompaña siempre, ni de los diarios supuestamente serios hoy transmutados en el ‘Hola’. Ni escribiré sobre la serpiente etarra, ni de sus nuevas amenazas de muerte a la democracia. «Hoy no os escribo con sangre, palabras que no dicen nada. Hoy, de esta pluma cansada, no habrán de brotar más palabras que luego se tornen en llanto». Ya lo dijo el poeta.

No, hoy no toca hablar de cosas tontas ni tristes ni banales. Hoy toca hablar de algo tan simple, tan hermoso y tan menoscabado como la belleza, como la esperanza, como la bondad.

«Este mundo en que vivimos tiene necesidad de la belleza para no caer en la desesperanza. La belleza, como la verdad, pone alegría en el corazón de los hombres; es el fruto precioso que resiste a la usura del tiempo, que une a las generaciones y las hace comunicarse en la admiración». Bellas palabras nacidas del alma de un artista que luego fue Papa, y que dedicó, con profunda devoción, a los artífices creadores de todas las Artes Mayores. Es la Carta a los Artistas que Juan Pablo II escribió en 1999, y de la que el pasado domingo 20 representantes de estas artes mayores realizamos una emotiva lectura continuada, en conmemoración de su décimo aniversario. Bajo la batuta de Javier Laínez, rector de la Basílica de San Miguel, y la presidencia del cardenal Rouco Varela, arquitectos, pintores, escultores, músicos, coreógrafos, escritores y cineastas recordamos, en palabras del Papa artista, que la belleza, el arte, el espíritu creador ha de seguir provocando asombro en el ser humano, y que de ese asombro debe surgir el entusiasmo que todos necesitamos para «afrontar y superar los desafíos cruciales que se avistan en el horizonte (…) La belleza es una invitación a gustar la vida y a soñar el futuro». Ya lo escribió Dostoyevski, y nos lo recuerda el Papa en su Carta: «la belleza salvará al mundo».

Reflexionando sobre esa lectura continuada, mientras permanece el eco de las palabras del Papa en boca de Almudena de Arteaga, Pedro Requejo, Luis Labiano, Constanza López Schlichting, José Luis Olaizola, José Jiménez Lozano, Frances Ribes… y de un servidor, leo en el periódico una noticia que corrobora que la belleza y la esperanza pueden iluminar hasta el rincón más oscuro, terrible y desesperanzador del planeta, incluidos los bateyes dominicanos. «La batalla final contra la esclavitud» dice el titular; y el texto continúa: «El Congreso de la República Dominicana ha aprobado la abolición de la esclavitud, una medida histórica provocada por la actuación del cura Christopher Hartley Sartorius». Mi primo Crispy, un fenómeno; doctor en Teología, inteligente, seductor, infatigable, aristócrata… el mismo a quien el orgullo familiar nos hacía ver cuando menos de cardenal, pero que, por orden superior o inspiración divina, cambió la púrpura por la mugre y su causa por la causa de los más desfavorecidos entre los desfavorecidos. Primero en el Bronx, durante 13 años, luego en Calcuta con la Madre Teresa, y finalmente en los bateyes dominicanos, donde los trabajadores haitianos de la caña de azúcar vivían en condiciones infrahumanas, de miserable esclavitud. Crispy, el padre Christopher, luchó por ellos, se enfrentó al poder establecido (político, financiero y eclesiástico) y logró mejorar siquiera un poco la vida de esos míseros esclavos. Negoció duramente con las azucareras y les consiguió luz y agua, un día de descanso a la semana y un sueldo de 2,4 euros por jornada. El precio que tuvo que pagar su defensor fue el repudio, las amenzas de muerte y el forzado abandono del país, en 2006. Su lucha continuó, desde Francia y Estados Unidos; finalmente, su tesón, su fe y su valor han dado fruto y una tenue pero firme esperanza comienza a aflorar en los oprimidos corazones de los esclavos de los bateyes. Ahora, según reza el reportaje, empiezan a tomar conciencia de su propia condición de personas con derechos. Mientras, el padre Christopher ya está en otra guerra por la dignidad humana, en Somalia, según me cuentan.

Esperanza, derechos, valor… ¡qué bellas palabras! Y qué huecas en esta sociedad hipócrita que llora por los esclavos haitianos y niega el valor, la esperanza y hasta el derecho a la vida a sus propios hijos, por el simple hecho de ser diferentes, supuestamente disminuidos. ¿Pues qué esperanza puede aflorar en el corazón de un niño con Síndroeme de Down, por ejemplo, si su suerte ya está echada? ¿Qué valor se le atribuye a quien no vale ni para nacer? ¿Y qué derecho le ampara si es condenado sin juicio y sin culpa? La respuesta está en los que creemos que un niño con Down tiene el mismo valor como persona que cualquier otro, si no más, y que tiene todo el derecho del mundo a albergar esperanzas, y a sentir el mismo amor, comprensión y respeto que cualquier otro. Simplemente. Para ello, hace falta bondad, tolerancia, verdadera solidaridad. No de palabra, no de boquilla. De hecho. Como la que demostraron mis hijos y sus compañeros de clase (y en todas las clases) en sus competiciones de la Fiesta Deportiva del colegio, este sábado. Verles aplaudir, animar, vitorear, llevar casi en volandas a sus compañeros “de integración” (Down, autismo, etc.) hasta la meta en cada carrera, aunque tardaran diez minutos, hinchaba el corazón de orgullo paterno; ver las caras de pura e infinita felicidad de los “disminuidos”, emocionaba el alma. Fue una lección de bondad absolutamente sincera, transparente; un ejemplo de solidadridad auténtica y profunda. Y yo me pregunto, ¿alguien puede explicar a esos niños, a los “normales”, a mis hijos, que sus compañeros, que sus amigos “diferentes” no valen nada, no merecen esperanza, no tienen derecho a vivir? ¿Menos valor, menos esperanza, menos derecho incluso que los esclavos del azúcar de Santo Domingo?
La belleza salvará al mundo, nos recordó el Papa artista. Aquellas carreras en el colegio de mis hijos fue una de las acciones más bellas que han contemplado mis ojos. Aún queda esperanza.
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