La escena comienza siempre de idéntica manera: Esautomátix, el herrero de la aldea, hecha en cara a Ordenalfabétix, el vendedor de pescado, su mercancía “poco fresca”. El pescadero, animado por su señora, defiende a capa y pescado la frescura de su mercancía, importada desde Lutecia en carro de bueyes. Esautomátix le lanza un pescado a la cara para que compruebe su verdadero estado, Ordenalfabétix se agacha para esquivarlo y el pescado, fresco o no, va a estamparse contra el rostro del jefe, Esautomátix, que cae de su escudo de jefe galo y se estampa dolorosamente contra el suelo. A partir de ahí, todos los habitantes de la aldea entran en la gresca. ¿Todos? Sí, todos; mujeres, niños y ancianos incluidos. Y todos contra todos. Llueven los pescados, las fraguas, las tortas, los bastonazos, los lirazos y hasta los menhirazos. La pelea es monumental y cruenta, pero a las dos o tres viñetas se acaba y todos tan amigos, a zurrar a los romanos y a celebrar el final feliz de la aventura con un gran banquete, más unidos que nunca.
Esto pasa en las historias de Astérix, el galo. Pero en la aldea del PP todo es muy, muy diferente. La cosa empieza igual: una gran pelea provocada con la excusa de un pescado, fresco o no, o de unas elecciones, perdidas o no tanto; el Jefe se mantiene tambaleante en su escudo galo mientras llueven los pescados por doquier y sus dos portadores (recién elegidos) lo sostienen como buenamente pueden. Poco a poco van entrando todos y todas en la gresca: hasta el más anciano del lugar, Transicionix, contando batallitas y malmetiendo el bastón por donde puede. La pelea, que tenía que haber acabado hace ya unas viñetas, va a más y la cosa se complica: al que canta, desafinado o no, lo amordazan y atan a un árbol; al que cuestiona al Jefe, lo echan a los leones (del Congreso); al que se mueve más de lo necesario, le dan con el menhir en la cabeza y vuelve ipso facto a su sitio. El Jefe cada vez se tambalea más, pero nuevos fieles y abnegados portadores se colocan bajo el escudo para afianzar su frágil liderazgo.
Entra en escena Detritus Prisus infectando todo con el rastro verde de la cizaña mediática; y El Adivino, que ha obnubilado al Jefe con sus falsas premoniciones y sus consejos fraudulentos. Se van formando dos bandos, los buenos y los malos, los blandos y los duros, los leales y los traidores; y ahora, en lugar de luchar sanamente todos contra todos para luego reconciliarse todos con todos, lo hace un bando contra otro, una mitad contra la otra, acrecentando la división, cada vez más insalvable. Ni siquiera está el sabio druida para poner orden, ausente en sus quehaceres de druida; no hay, pues, poción mágica que devuelva el sentido común a la aldea. Tampoco están el astuto y valiente Astérix ni el bonachón de Obélix, pues salieron de la aldea en pos de aventuras.
Y mientras (y esto es lo peor) el enemigo, al que antes zurraban de lo lindo, se parte el pecho contemplando el espectáculo de este gran circo, sin preocuparse de que nadie frene –ni siquiera denuncie- sus desmanes, tropelías, desaceleraciones y demás desbarajustes.
Después de la gran pelea, sólo Tutatis sabe en qué estado quedará la aldea. Cuántos se mantendrán en pie, quiénes serán exiliados, si el Jefe permanecerá sobre su escudo y quién/quiénes lo sostendrán; y, sobre todo, si en la renovada etapa de la aldea seguirán zurrando a los romanos, a los piratas, a los vikingos y demás enemigos o, por el contrario, se aliarán con ellos para evitar esas luchas tan antipáticas que en el fondo no favorecen a nadie.
Sea como fuere, alea jacta est! (y esperamos, sinceramente, que no acabe en morituri te salutant!).
1 comentario:
Hablando de Astérix, esto va a acabar como la escena aquella de los piratas que hundieron su propio barco y, agarrado a su tabla salvadora, el capitán decía: "Es formidable, muchachos. Ya no necesitamos a los galos para hacer el ridículo"
PP
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