domingo, 15 de febrero de 2009

María, 16 años. El testigo silencioso


Tranquilo. Estaba muy tranquilo. Flotando en un mar de luces tenues. Sin apenas recuerdos, sí, pero sin ninguna inquietud. De vez en cuando, con movimientos muy, muy lentos, cambiaba de posición; sin ninguna razón concreta, probablemente lo hiciera sólo por cambiar. La vida era un poco monótona ahí dentro. Siempre flotando en su mar de tranquilidad.
Por supuesto que también había momentos muy gratificantes. Por ejemplo, cuando oía su voz, suave como… bueno, no tenía ninguna referencia para compararla, pero era muy agradable, muy placentera y muy tranquilizadora. No entendía lo que significaba, pero le gustaba escucharla. Y siempre sonreía cuando la escuchaba.

A veces se oían otros sonidos, más tenues, más lejanos, más desconocidos. Otras voces, más graves o más chillonas, que estaba empezando a reconocer; sonidos extraños que en ocasiones le asustaban y a menudo le tranquilizaban. Pero siempre los agradecía porque, en realidad, pasaba la mayor parte del tiempo en silencio, escuchando su propio corazón, sus pequeños pensamientos, inmerso en su limitado pero apacible mar.

¿Y cuando le acariciaba? ¡Ése sí que era un acontecimiento realmente especial! Sentir su presencia física era el súmmum de la alegría. Se revolvía, se estiraba cuanto podía, intentando tocar como fuera esa mano que llegaba hasta él. Su contacto era una catarsis total, el máximo grado de satisfacción. ¡Ay, las patadas de alegría que podía llegar a dar en ese momento sublime! Movía las manos compulsivamente, abriendo y cerrando los dedos, como si quisiera atrapar ese momento para no soltarlo jamás. Y en su boca aparecía una sonrisa enorme y abierta, de puro gozo.

Y así pasaba el tiempo, día a día, semana a semana, en su mar de tranquilidad. Disfrutando de su estado flotante, inmerso en ese universo semilíquido de paz, silencio y tenues presencias. De músicas suaves y caricias cada vez más esperadas.

Iba creciendo poco a poco, centímetro a centímetro, bombeo a bombeo desde su corazón infatigable y diminuto. Y a cada pulsación anhelaba con más fuerza, con más ilusión esa caricia, esa voz, esa presencia. Ese amor. Y pensaba -¡sabía!- que algún día saldría de su mar de tranquilidad y se sumiría en el abrazo protector de esa presencia, envuelto por susurros y caricias y besos y sonrisas; y no tendría miedo. Y todo estaría bien.

Pero de pronto, todo se paró. Dejó de escuchar las anheladas voces, dejó de sentir el líquido tranquilizador a su alrededor (ya no sentía que flotaba, sino que ¿volaba?); ya no podía siquiera escuchar su corazón. Miraba y no veía más que oscuridad, negra y aterradora. Intentaba abrir sus manos, patalear o revolverse, pero ninguna parte de su cuerpecito se movía. Intentó gritar (aunque no sabía) pero de su boca sólo salió silencio. Un grito silencioso lleno de inocencia, de dolor y de pena. Y todo lo que podía haber vivido, todo lo que podía haber soñado, todo lo que podía haber amado… se fue. En un instante. En un triste, injusto y cruel instante. Y su alma viva lloró. Una sola lágrima. Una lágrima que contenía absolutamente toda la vida que había perdido: su pequeño, tranquilo y anhelante pasado… y todo su futuro.

…………………………

Postrada en la cama del quirófano, María, 16 años, miraba con la mirada vacía la bolsa de plástico en las manos del doctor. No pensó nada. Su mente también estaba vacía. No pensaba, ni sentía (en realidad, ni siquiera decidía). Pero al oír el sonido de la bolsa caer en el cubo, en la habitación contigua, una lágrima apareció en su mejilla. Una sola lágrima. No sabía de dónde había salido. Ella no quería llorar (¿por qué iba a hacerlo?). Pero la lágrima se deslizó despacio, muy despacio hasta su pecho. Y allí se quedó, como un testigo silencioso, durante el resto de su vida…


Decía William Munny en ‘Sin Perdón’: “Matar a un hombre es algo despreciable. Le quitas todo lo que tiene, y todo lo que podría llegar a tener”. Matar a un niño no nacido es mucho más despreciable aún, porque lo que le quitas es mucho más; le niegas toda una vida.
Permitir que una niña de 16 años tome esa decisión sola es, además, miserable. Moralmente, humanamente y socialmente miserable.
Y lo peor de todo es que, encima, nos lo quieren vender como un derecho inalienable y un progreso incuestionable. Ojalá, señora Aído, esas miles de lágrimas que va a provocar su nueva ley, en aras del progreso de la civilización, retumben en su conciencia como miles de testigos silenciosos durante el resto de su vida. Y que viva usted muchos años.

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3 comentarios:

Anónimo dijo...

Me muero de pena solo de pensar en estos asesinatos... Es increible.
Por otro lado más increible es que con 16 años eres un "adulto" para abortar pero si matas a alguien cruelmente, lo torturas...etc...con esa misma esdad, eres un menor y tu acto queda casi impune!!!

Anónimo dijo...

El aborto es la forma de esclavitud mas horrible de la historia de la humanidad. Los embriones son llamados "cosa", y se dispone de ellos como simples cosas materiales "extirpables".
Los socialistas y demás asesinos usan los mismos argumentos que los demócratas americanos utilizaban para mantener la esclavitud. (¿los demócratas?, ¿los del morenito Obama? si, si, los progres de Obama)
Encima este genocidio auspiciado por la nueva teología civil socialista positivista, no ha sido siquiera objeto de un intento de argumento racional o científico para justificar dicho holocausto. Lo tienen claro, pura ideología o teología civil de Leire Pajín. Pagan votos matando a los más débiles de la sociedad.
¡¡Qué cobardía y que maldad socialista!!

Anónimo dijo...

Nunca llegaré a entender por qué, a los ojos hipócritas de la sociedad, un bebé recién nacido abandonado a su suerte es un crimen horrendo y su madre una asesina; y, sin embargo, si el bebé es asesinado fríamente sólo una o dos semanas antes es un derecho de esa misma madre. ¡Viva el progreso!